El Tratado de París, suscrito el 10 de diciembre del 1898 en la ciudad capital de Francia, culmina el proceso bélico que había comenzado el 22 de abril del 1898 con el inicio de hostilidades de los Estados Unidos para con España.
Durante el convenio, los comisionados que presidieron ambas delegaciones fueron: por Estados Unidos, William R. Day, y por la parte española, Eugenio Montero Ríos, siendo además integradas por otros tres funcionarios de cada parte. En ese momento España estaba gobernada por la Reina Regente Doña María Cristina de Habsburgo-Lorena, siendo Primer Ministro del Reino, Don Práxedes Mateo Sagasta. Eran los años de infancia de Alfonso XIII, quien contaba con apenas doce años de edad. Les toca a ellos firmar la rendición incondicional ante las fuerzas superiores del ejército norteamericano, siendo en aquel momento presidente de los Estados Unidos, William McKingley.
La funesta fecha creará heridas tan profundas tanto en España como en los archipiélagos antillanos y filipinos, que ni siquiera hoy, tras 114 años, se han podido del todo cerrar.
El Tratado ha sido múltiples veces impugnado desde el punto de vista jurídico como “nulo de toda nulidad” por grandes tratadistas del derecho internacional, tanto españoles como demás europeos, e igualmente por norteamericanos, sin dejar fuera a algunos de los grandes patriotas puertorriqueños de renombre internacional, entre ellos, Don Eugenio María de Hostos, Don José de Diegos y Don Pedro Albizu Campos. Le toca a Don Pedro proclamar ante los catedráticos del derecho de la famosa Universidad de Harvard la invalidez del Tratado y, con su famosa tesis, llegar a la conclusión de que “El Tratado de París, impuesto por la fuerza a España el 10 de diciembre del 1898, es nulo y sin valor […] es sencillamente uno de los actos más brutales y abusivos que se haya perpetrado en la historia contemporánea”. Para sustentar esta tesis, Don Pedro Albizu Campos, al igual que casi todos los estudiosos y tratadistas del derecho internacional moderno se amparan en los siguientes hechos:
PRIMER HECHO, Todo tratado, que no es otra cosa que un contrato entre Naciones, tiene que sustentarse primordialmente en el “derecho de gentes” o el “derecho natural” de los Pueblos. El derecho de la voluntad de civiles ajenos a la contienda no puede ser atropellado por la mano militar. Ya los pueblos de Cuba y Puerto Rico habían tomado su elección, democrática y soberanamente; la autonomía era la formula triunfante. Los pueblos habían hablado a su debido tiempo y España les había oído y les había correspondido.
SEGUNDO HECHO, En el tratado suscrito a raíz de la Guerra Hispano-americana no se consultó a los actores principales, los habitantes de los territorios ocupados. Al ser las provincias autónomas entes jurídicos con personalidad y soberanía propia, tenían que haber sido parte de las deliberaciones. Tanto el conjunto nacional cubano, como puertorriqueño y filipino, nunca tomaron parte en las conversaciones o negociaciones que dieron como fruto dicho contrato o tratado entre Naciones. Los pueblos de los territorios usurpados fueron espectadores silentes de decisiones que afectarían irremediablemente sus destinos. Las partes más indispensables del contrato fueron excluidas, convirtiendo dicho tratado en uno nulo ab initio. El famoso “Rule of Law” y el debido proceso de ley, tan preconizado por la nueva potencia triunfadora, la convertiría en la primera violadora de los más elementales principios legales y “derechos de gente” de la época.
TERCER HECHO, los naturales de las provincias autónomas de ultramar de Cuba y Puerto Rico fueron desnacionalizados por los norteamericanos de su ciudadanía española sin estos haber adquirido “naturaleza en país extranjero” como causa para perderla, según establecía la Constitución Española del 1876.
CUARTO HECHO, y esencialísimo para convertir dicho tratado en uno de los más espurios que ha conocido la humanidad moderna, podemos agregar que desnacionalizó, por imposición de los negociadores del equipo norteamericano y sin seguir los rigores de ley, a todos los ciudadanos de Puerto Rico, que en ese momento eran todos ciudadanos españoles. La ley habilitante del 6 de septiembre del 1898, Gaceta de Madrid de 16 de septiembre de 1898, concedida por las Cortes a Don Alfonso XIII, y en su nombre durante su minoría de edad a María Cristina de Austria, Regente de España, como representante del gobierno, solo la facultaba a renunciar a los derechos de soberanía y a ceder territorios en las provincias y posesiones de ultramar, conforme a lo estipulado en los preliminares de paz convenidos con el gobierno de los Estados Unidos de Norte América. Las Corte españolas, constituidas en su gran mayoría por letrados conocedores de los más altos principios jurídicos del “derecho internacional” y los “derechos de gentes” no mancillaron el nombre de la Patria atropellada rubricando tan desgraciada extralimitación de los poderes otorgados al gobierno en el Acta Habilitante. La reina regente Doña María Cristina en el Acto Habilitante no estaba autorizada a ceder ciudadanos españoles, pues ese poder constitucionalmente le correspondía exclusivamente a los Tribunales del Reino de acuerdo a lo establecido en el Código Civil del 1889. El mismo presidente de los Estados Unidos William McKingley siempre tuvo dudas acerca de la validez del mismo, por el hecho de no contar con la anuencia de los pueblos adquiridos.
QUINTO HECHO, España se ve compelida a firmar el Tratado de París de 1898 bajo coacción, pues los negociadores norteamericanos amenazaban con ocupar militarmente las Islas Canarias y, en represalia, atacar todos los objetivos que estimasen de lugar, incluyendo los puertos peninsulares y las posesiones españolas en África. El solo hecho de que la voluntad de uno de los signatarios del Tratado fue obtenida mediante amenaza de violencia, lo hace Nulo de toda Nulidad. Siendo este un principio general del derecho Internacional Público, ampliamente reconocido por todas las naciones civilizadas del mundo.
La Madre Patria España, reconoció el principio fundamental de sus Pueblos, como lo expusieron en el 1868 “La Revolución Gloriosa” o “La Septembrina” concediéndonos posteriormente la Carta Magna Autonómica, en virtud de la cual, las relaciones entre España y nuestras dos islas naciones, con características y derechos inalienablemente propios, habrían de ser reguladas. El grado de satisfacción por el nuevo orden, en las dos Antillas era general, los desafectos siempre los menos. Jamás en la historia de la humanidad se había conocido tanta probidad. La nueva potencia de América del Norte no les daría tiempo ni oportunidad, no le convenía a sus designios expansionistas, que se desarrollaran las nuevas autonomías provinciales, en el Mar de las Antillas. El Caribe y sus islas eran considerados su traspatio.