Miércoles, Mayo 1, 2013 | Por Polina Martínez Shvietsova
LA HABANA, Cuba, mayo, www.cubanet.org -Corría el año 1987, llamado el “29 de la Revolución”. Eran días eufóricos, puesto que podías recibir, a cambio de las joyas y reliquias de tus ancestros, unas cuantas mudas de ropas baratas y equipos electrodomésticos de baja calidad.
El régimen necesitaba metales preciosos. Pero el problema -siempre hay un problema- era que en la naturaleza de Cuba no había oro. Entonces al régimen se le ocurrió que el pueblo humilde y trabajador podía aportar el oro, como mismo aportaba otras cosas.
El pueblo tenía guardadas sus reliquias, llenas de polvo y de escaso sentido práctico. Entonces el gobierno decidió que el pueblo no necesitaba ese oro. Pero, ¿cómo lograr que entregara el tesoro?
El régimen decidió revivir un fantasma: su enemigo ”consumismo” actuaría en función suya. De pronto, un deseo irrefrenable se apoderó del pueblo, hambriento de cosas materiales procedentes del “país de los malos donde se hacen las cosas buenas”. Y empezó a dar sus reliquias de oro y plata a cambio de televisores, batidoras, ropa de radiantes colores y de poca calidad, zapatos deportivos de corta duración.
A los establecimientos estatales habilitados para tales trueques se les conoció como La Casa del Oro y la Plata. Yo era una adolescente. Veía a mis compañeros de escuela mostrando ropas nuevas, que me parecían espectaculares, y me venía una pena inmensa.
Entonces, mis padres y abuelos, por darme el gusto, llevaron sus anillos de compromiso, cadenas de oro, pulseras, manillas, relojes, candelabros. Canjearon todas las reliquias que atesoraban de mis ancestros españoles y rusos. Estos objetos fueron llevados a La Casa del Oro y la Plata; allí los vendieron por unos pesos (eran bonos especialmente diseñados para esta operación). Con estos “chavitos” se podía comprar en las tiendas “especiales”. Mientras yo escogía apenas algunas mudas de ropas, saltando alegre y rodeada de montañas de “trapos”, no me percataba del enorme sacrificio que habían tenido que hacer mis abuelos y padres.
Hoy, buscando en el baúl de los recuerdos, reviví este evento.
Me acordé de mis padres, los recordé víctimas de la usura del mal llamado régimen protector de los humildes y para los humildes. Todo un pueblo entregó sus recuerdos a cambio de ropones de dormir y piyamas con los que después salían a la calle como si fueran vestidos de noche. Revisando, me entraron ganas de reír a carcajadas de semejante infamia. Sin embargo, la angustia ha sido más fuerte.
El usurero mayor obtuvo su oro y el pueblo siguió en su pobreza, con menos recuerdos –materiales- que atesorar.
Fue, al fin y al cabo, otra de las grandes estafas.
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