vendredi 27 février 2015

Cuba y los delirios de grandeza


Hace un tiempo escribí con amargura que Cuba era (y es) relativamente pobre, y algunos cubanos se mostraron irritados. Anoté, pesarosamente, que el país carecía (y carece) de buenas universidades, y otros cubanos, buenos cubanos, se sintieron ofendidos. Se me habló de Finlay, de Heredia, de Villaverde; citaron a Martí, «mi inevitable compatriota», como decía Coronel Urtecho de Darío. Se apuntaron cien nombres ilustres, como si esa nómina admirable refutara dos afirmaciones evidentes: Cuba –repito– era y es un país pobre (y un pobre país) carente de centros de investigación significativos y de universidades rigurosas donde cultivar y estimular el surgimiento de ideas originales. Añado una observación más dolorosa: si nuestro aldeanismo nos impide percatarnos de estas inocultables evidencias, jamás podremos abandonar la postración y la dependencia en que nos hallamos.

¿Cómo puede negarse lo que verifica la simple observación de los hechos? Es cierto que en Cuba el señor Carlos de la Torre se convirtió en el primer malacólogo del mundo y mi pariente José María Heredia llegó a ser el más grande poeta romántico de lengua española, pero eso no indica que en Cuba hubiera ciencia o literatura. Hubo y hay intelectuales de primer rango, espíritus científicos o escritores valiosos, pero no como el producto de una densa capa cultural, sino como el resultado de la tenacidad y el talento individual de ciertas voluntades descollantes. Confundir a Finlay con «ciencia cubana» es algo así como tomar el rábano por las hojas. Suponer –por otra parte– que la obra de Martí, de Zenea o de Carpentier demuestra la existencia de una gran literatura cubana es un razonamiento tan arbitrario como suponer que Capablanca fue la predecible consecuencia del ajedrez criollo.

En primer lugar, no podía haber una gran literatura cubana porque jamás cuajó ese estamento clásico que está presente en las pocas literaturas nacionales que existen en Occidente. No había un Siglo de Oro al cual referirse ni un linaje literario nacional capaz de abastecer al país de referencias propias. Nuestras musas invariablemente viajaban al extranjero para ser preñadas. Nuestros escritores desdeñaban a nuestros escritores con ese horror totémico que caracteriza a los pueblos pequeños. Ni iba Miguel de Carrión sobre la huella de Villaverde, ni Labrador Ruíz marchaba sobre la de Carrión. Hubo y hay magníficos escritores cubanos, pero la paternidad que reconocen –en literatura es el hijo el que reconoce al padre– es siempre foránea: Rimbaud, Faulkner, Hemingway, Camus, Joyce, Borges, casi nunca otro compatriota.

No había un patrimonio común o, si lo había, nadie se servía de él. Lo que sí ha existido y existe es un notorio grupo de escritores, lo cual es casi milagroso porque Cuba carecía de editoriales, de librerías y de bibliotecas en número considerable, obligada consecuencia de otra carencia aún más dramática: el país carecía de lectores. Y todo esto lo explicó, con su inmenso talento, mejor que nadie, Virgilio Piñera en Aire frío, esa obra maestra del teatro cubano. La tragedia de ese Oscar, la tragedia de ese poeta culto y refinado –el propio Virgilio– muerto de hambre en medio de una Habana ciega y sorda al talento, fue la tragedia de Lezama, de Lino Novás Calvo y de cuantos cubanos han incurrido en la funesta manía de pensar. El tejido nacional, sencillamente, los rechazaba como a elementos ajenos al sistema.

Y cuanto digo de la literatura, también es cierto con relación a la erudición académica. Las obras de Fernando Ortiz, de Ramiro Guerra o de Leví Marrero no se deben a una atmósfera cultural amorosamente abonada por la sociedad cubana, y mucho menos estimulada en el semiestéril universo intelectual de la universidad cubana, sino a la indesmayable voluntad de servicio de ciertos individuos aislados e ignorados, que no recibían por sus esfuerzos otras recompensas que la íntima satisfacción de haber cumplido con ciertos deberes intelectuales.

Uno de los factores básicos de nuestra mentalidad social –el fatum que nos condena, como pueblo, a la pobreza, a la tiranía y a la ignorancia– es esa irascible intolerancia que los cubanos suelen exhibir a ambos lados del estrecho de La Florida. Una sociedad culta –no un páramo en el que heroicamente sobreviven ciertos hombres cultos– necesita alentar las disidencias, cultivar la autocrítica y fomentar el diálogo civilizado. Sin esa actitud jamás abandonaremos el campanario maquillado con delirios de grandeza en el que hemos vivido. Martí solía decir «ser cultos para ser libres». A mí me gustaría invertir la proposición y añadirle dos palabras: ser libres (de intolerancias) para ser cultos. No hay otra manera.

Carlos A. Montaner.

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