Mientras unos buscan la rendija legal para consultar a los catalanes, otros quieren taponarla
LLUÍS BASSETS 17 MAR 2013 - 00:29 CET El País
A favor de un referéndum o consulta pero en contra de la independencia. Esta es la posición de Victoria Camps, catedrática de Ética de la Universidad de Barcelona, entrevistada por Carles Capdevila, director del diario Ara este pasado sábado. Como Pere Navarro, Martín Rodríguez Sol o Francisco Rubio Llorente (“el único jurista de prestigio español que dice que es posible, dentro de la Constitución actual, permitir que Cataluña haga un referéndum”), Camps piensa que hay que buscar una salida para que se exprese la voluntad de los catalanes sobre el futuro de sus relaciones con España. No ofrece dudas su posición contra la independencia: es anacrónica y propia de un pensamiento decimonónico, algo que no le impide manifestarse a favor de considerar la opinión de los ciudadanos, la premisa para que una unión federal sea libre.
Felipe González quiere que también se le consulte: la libertad sobre el mantenimiento de la unión deben ejercerla todos los ciudadanos españoles. Aceptemos la idea de Camps de que no se trata del derecho a decidir, un eufemismo sin correspondencia legal. Aceptemos la bien fundada reserva sobre la validez para Cataluña de un derecho de autodeterminación que Naciones Unidas reserva solo para territorios coloniales. Aceptemos que no somos ni queremos ser Kosovo, por más que se empeñen el diario Abc y Soraya Sáenz de Santamaría. ¿Alguien puede impedir a los catalanes que a partir de ahora expresen sus preferencias una y otra vez, con el voto a partidos independentistas en las elecciones y la expresión de sus preferencias por esta opción en las consultas informales del tipo que sea, encuestas incluidas, a las que se les convoque? Incluso en un hipotético referéndum en el que voten todos los españoles, ¿será posible desatender la lectura regionalizada de los resultados, por más que arrojen una voluntad diametralmente contraria respecto al resto de España?
La democracia es, entre otras cosas, un sistema de gobierno que parte del consentimiento de los gobernados. ¿Durante cuánto tiempo puede gobernarse España sin el consentimiento mayoritario de la población catalana? No hace falta hacer consulta alguna para darse cuenta de que más pronto que tarde lo que hay que hacer es sentarse a dialogar en vez de seguir alimentando el divorcio con amenazas y reproches de un lado y de otro. Camps, Navarro, Rubio Llorente y Martínez Sol quieren buscar la más pequeña rendija que pueda ofrecer el sistema constitucional español para ofrecer una salida legal a la necesidad de expresión de la voluntad catalana sobre el futuro. Y no por el derecho a decidir, sino por algo más serio: el principio democrático. Rajoy, Gallardón, Torres-Dulce y Sánchez Camacho quieren taponar cualquier rendija legal que permita expresar la voluntad de los catalanes. Se supone que desde la buena fe unionista, pero alimentando directamente el secesionismo, como lo alimentó el recurso del PP contra el Estatuto y luego los magistrados del Constitucional con su voto a favor de la sentencia.
La única forma de defender la federación en el siglo XXI y en Europa es obtener las condiciones para dilucidar la cuestión en libertad. Y solo hay un camino para hacerlo: abrir un diálogo entre los dos gobiernos, tal como han pedido y votado los socialistas catalanes en Madrid y en Barcelona. No es lo mismo que propugnar una declaración unilateral de independencia, o incluso y como paso previo una igualmente unilateral declaración de soberanía, pues no sirven a la libertad ni tampoco impugnan efectivamente la actual forma de unión: nadie va a hacer caso y mucho menos reconocer en España, en Europa y en la comunidad internacional, una soberanía y una independencia proclamadas unilateralmente y fuera de la ley.
Las ventajas del diálogo son obvias, pues permite regresar al punto de partida, antes de que todo empezara a descomponerse, incluyendo la negociación fiscal inicialmente descartada. Solo con sentarse a hablar se abre de nuevo la agenda y se ofrece una nueva oportunidad al federalismo, que podrá ganar posiciones ante la opinión pública. Por eso el independentismo más febril quiere limitar el diálogo a la estricta negociación de la consulta sobre la independencia y lo exige cuanto antes, para recibir así el anhelado portazo en las narices, mientras está todavía abierta la ventana de oportunidad que ofrece la crisis.
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