En realidad, esas inversiones extranjeras no van a poder sustituir el subsidio soviético o los créditos que antes concedía la Europa Oriental. Sencillamente, el sistema comunista en Cuba es insalvable, y es difícil pensar que las multinacionales gallegas o asturianas consigan reflotar lo que se ha hundido pese a contar con una ayuda de la URSS, a lo largo de 30 años, calculada en miles de millones de dólares.
La Habana carece de reservas, de crédito y hasta de clientes fiables para los pocos productos que el país puede exportar. Le debe unos veinte mil millones de dólares a Moscú, siete mil a Europa oriental y otros nueve mil a Occidente. El ochenta por cien de sus exportaciones depende del azúcar, pero los cuatro millones de toneladas con que cuentan para exportar, a precio de mercado mundial, ni siquiera alcanzan para cubrir los costos del petróleo que el país necesita para su consumo normal: 200.000 barriles diarios. Y ese altísimo consumo energético es obra de una fatalidad natural: Cuba carece de grandes ríos capaces de generar energía hidráulica. Tiene que depender de la energía térmica convencional, puesto que la central nuclear comenzada a construir hace unos años jamás será puesta en servicio. Ni la Rusia actual tiene alicientes o recursos para concluirla, ni Cuba tiene a dónde acudir para conseguir los carísimos equipos electrónicos que tendría que comprar en Occidente, concretamente en Francia, para ponerla en funcionamiento.
Por otra parte, Cuba es un importador neto de alimentos y hoy carece de recursos para efectuar esas compras. Asimismo, todo el parque industrial adquirido en Europa del Este o en la antigua Unión Soviética requiere de unas piezas de repuesto que sólo le venderían en divisas fuertes, y Cuba no cuenta con ellas. Los inversionistas extranjeros.
En suma: la Isla marcha hacia la parálisis económica y hacia la desintegración de prácticamente todo el aparato productivo. Cualquier préstamo que se haga al gobierno de Castro, cualquier línea de crédito que se le conceda, será tirar el dinero al mar caribe, porque el país no tiene la menor posibilidad de cumplir con sus compromisos económicos.
En pocos meses, la situación tiene que volverse totalmente ingobernable y comenzaremos a ver el final del castrismo y surgimiento de una Cuba distinta. Todavía no podemos predecir si el colapso definitivo va a ser violento o mediante una evolución pacífica pactada con la oposición, a la manera de Checoslovaquia o Hungría –lo cual nosotros estamos procurando desesperadamente–, pero lo que sí resulta previsible es que la nueva Cuba que surgirá tras el fin del castrismo no verá con buenos ojos a los inversionistas que a última hora acudieron a la Isla a la llamada de un Castro que les ofrecía villas y castillos con tal de prolongar su estancia en el poder.
En efecto, y a juzgar por los informes de prensa, el pueblo cubano no podrá tener una buena opinión de quienes contribuyeron a prolongar su agonía, y en especial de quienes invirtieron en negocios hoteleros que –de acuerdo con el juicio quizás apasionado de los cubanos– constituyen una afrenta para los naturales del país, puesto que a ellos les está prohibida la entrada, dado que se trata de sitios en los que exclusivamente se puede pagar en moneda extranjera. A esa discriminación en su propio suelo, los cubanos la llaman apartheid.
En todo caso, sería desleal no advertirles a los empresarios españoles de última hora –muchos de ellos amigos nuestros bien intencionados– sobre el extraordinario riesgo que están corriendo. En primer término, sea o no una percepción correcta, el pueblo los ve como cómplices de la dictadura; y en segundo lugar, como administradores de un injusto y humillante trato hacia la población. Tan humillante que, al decir de algunos prominentes miembros de la oposición, con los que no siempre estamos de acuerdo, entra en el capítulo de la violación de la propia ley revolucionaria, puesto que se supone que todos los nacidos o residentes en la Isla cuentan con los mismos derechos; principio que se viola en los hoteles, discotecas, restaurantes y tiendas a las que los cubanos no tienen acceso, así como en los leoninos contratos laborales con los que se disciplina a los trabajadores de esas empresas.
Obviamente, se podrá decir que esas reglas las puso el gobierno de Cuba, pero esas reglas probablemente son inconstitucionales, vulneran los derechos civiles y humanos de los cubanos, y seguramente servirían de base para futuras acciones legales civiles y criminales contra quienes han practicado la discriminación contra los naturales del país.
Súmesele a esto las dudosas cláusulas de los contratos firmados entre el gobierno y los empresarios extranjeros, los derechos de los antiguos propietarios de bienes afectados por las nuevas inversiones, más el clima general de hostilidad que hay en el país contra estos inversionistas, y se tendrá una idea de los enormes riesgos futuros que amenazan a quienes hoy invierten en la Cuba de Castro.
Advertencia que no quisiéramos que nadie tomara como una amenaza, porque no nos hace felices que los industriales y comerciantes españoles de hoy se vieran mañana sujetos a represalias probablemente injustas, como las que a principios de la década de los sesenta afectaron a miles de honrados inversionistas, casi todos gallegos y asturianos, que perdieron el fruto de su trabajo o de sus ahorros.
En realidad, esto es lamentable, porque si de algo va a necesitar la Cuba del futuro es de inversionistas extranjeros que se den cuenta de las enormes posibilidades que tiene la Isla tan pronto como se haya puesto fin al comunismo. Y precisamente el campo más halagüeño es el de la hostelería. Tras el fin del castrismo, súbitamente aparecerá en el país un potencial turístico de dos millones de cubanos y descendientes de cubanos avecindados en la cuenca del Caribe –la mayor parte en el sur de la Florida–, que serán visita frecuente en su país de origen. Y eso quiere decir que –de haber un clima de razonable sosiego en el país– la cifra actual de visitantes anuales (250,000) puede inmediatamente multiplicarse por diez, dando origen a una verdadera industria turística comparable a la de Puerto Rico, con la indudable ventaja geográfica de que el grueso de esos viajeros potenciales estaría situado a media hora en avión del punto de destino y a un costo de transporte realmente reducido.
continuará...
En realidad, esto es lamentable, porque si de algo va a necesitar la Cuba del futuro es de inversionistas extranjeros que se den cuenta de las enormes posibilidades que tiene la Isla tan pronto como se haya puesto fin al comunismo. Y precisamente el campo más halagüeño es el de la hostelería. Tras el fin del castrismo, súbitamente aparecerá en el país un potencial turístico de dos millones de cubanos y descendientes de cubanos avecindados en la cuenca del Caribe –la mayor parte en el sur de la Florida–, que serán visita frecuente en su país de origen. Y eso quiere decir que –de haber un clima de razonable sosiego en el país– la cifra actual de visitantes anuales (250,000) puede inmediatamente multiplicarse por diez, dando origen a una verdadera industria turística comparable a la de Puerto Rico, con la indudable ventaja geográfica de que el grueso de esos viajeros potenciales estaría situado a media hora en avión del punto de destino y a un costo de transporte realmente reducido.
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