En estos días de intenso diálogo con nuestro vecino, creo
que ha llegado el momento de aclarar varios malentendidos históricos entre
nuestros dos países.
Lo primero es lo primero. Los Estados Unidos nunca han
representado una amenaza, ni para España, ni para la fallida República cubana
de 1902. La razón es muy sencilla: no se puede luchar contra la geografía.
Dicho esto, se comprende mejor la profecía de J. Q. Adams formulada a principios del siglo XIX. En realidad, su
celebérrima teoría de la Fruta madura,
jamás significó una amenaza, sino que siempre fue la expresión de una fatalidad
o de una evidencia, según se mire. Por eso, desde hace doscientos años, la
política norteamericana con respecto a Cuba (con sus altibajos y politiquerías)
se ha resumido a un solo verbo: esperar.
Los Estados Unidos deben su independencia a los buenos
oficios de la corona española y particularmente a las gestiones del conde de
Aranda, pero sobre todo, están obligados con los notables habaneros (en
particular con Juan de Miralles) que con sus dineros y participación directa en
los combates, aseguraron la victoria de Jorge Washington en la batalla de
Yorktown. En aquella época todo valía con tal de molestar a Inglaterra. España
reconoció inmediatamente el nuevo estado, con el que firmó tratados comerciales
y de buen entendimiento en 1795, 1819 y en 1823. En cualquier caso, al menos
hasta mediados del siglo, los cubano-españoles, que ejercían el poder de facto
en el territorio, no necesitaban a los Estados Unidos. Esa es la razón por la
cual no prosperaron los recurrentes intentos de adquisición de la isla que se
produjeron a lo largo de todo el siglo. En aquel entonces, los ricos criollos se
inventaron el anexionismo para justificar la militarización del país, que debía
enfrentarse a enemigos mucho más concretos, como el del polvorín negro en el
que todos se hallaban sentados o… la amenaza bolivariana. La verdad es que 1868
la luna de miel todavía duraba, y la prueba indiscutible es que no le hicieron
el menor caso a Céspedes (ni a los insistentes reclamos de la Asamblea de
Guáimaro) cuando proponía al presidente de la época, U. Grant, la anexión pura
y simple de Cuba, una vez conseguida la victoria.
A pesar de que era evidente que España era la sombra de
ella misma en 1868, los Estados Unidos trataron de ajustarse a los acuerdos
firmados y, tal como lo avalan los estudios históricos y numerosos testimonios,
persiguieron con éxito a los rebeldes cubanos. Todavía en tiempos de Cleveland,
más de 200 empleados del Departamento del Tesoro y ochos barcos guardacostas
hicieron abortar numerosas expediciones insurrectas, como la de la Fernandina que organizó J. Martí.
Esos son los hechos. La pregunta que cabría hacerse, no es si los Estados
Unidos deseaban quedarse con Cuba en 1898, sino otra bien distinta ¿Deseaba
España conservarla?
América tenía invertidos en Cuba más de 50 mil millones
de dólares. No haber intervenido (con el acuerdo de los jefes militares cubanos
y del Partido Revolucionario) en Cuba en 1898 hubiera sido una estupidez supina,
puesto la isla no sólo se hubiera perdido para España. Al final, con el
asesinato de Cánovas, para todos los actores se impuso la realidad. El territorio,
entre la Tea incendiaria decretada
por Condotiero y la política de pacificación del Carnicero, estaba en ruinas.
Durante la transición, no dudaron en hacer grandes inversiones para mejorar, no
sólo la condición de los empresarios que llegaban, sino también la de todos los
cubanos. Si Cuba prosperó hasta 1959 como lo hizo, llegando (según estadísticas
oficiales de las Naciones Unidas) a alcanzar la cuarta posición continental en
el índice de desarrollo humano, los cubanos lo deben sobre todo a los Estados
Unidos y no a su particular desempeño.
Aun así, se han mostrado ingratos, olvidadizos y
manipuladores de la historia. Con ahínco han negado esta verdad, llegando
incluso a escribir una mentira en el preámbulo de la Carta Magna de 1976: “los patriotas que en 1868 iniciaron las
guerras de independencia contra el colonialismo español y los que en último
impulso de 1895 las llevaron a la victoria de 1898, arrebatada por la
intervención y ocupación militar del imperialismo yanqui”.
Los cubanos han alzado el espantapájaros americano para
justificar sus excesos, pero sobre todo, sus propias frustraciones como nación.
Conscientemente, historiadores como Herminio Portell, Benigno Souza, pero sobre
todo el inefable Emilio Roig, revisaron los hechos acaecidos durante la
contienda e impusieron su propia visión, todavía de actualidad: Los cubanos ganaron
la guerra contra España, pero sobre todo que “Cuba no debía su independencia a
la Intervención de los Estados Unidos”. Así lo hicieron saber y aprobar
en los Congresos de Historia II y VII de 1943 y 1948.
El espantapájaros americano ha resultado útil a
generaciones enteras de nacionalistas cubanos. Les ha venido muy bien para ilustrar
sus fracasos, al mismo tiempo que ha echado lecha al fuego de un diferendo inútil
entre nuestras dos naciones. Pero esto no es todo, el esperpento sirvió igualmente
a los gobiernos españoles para excusar ante la opinión pública y la historia,
el fracaso de sus políticas coloniales, supeditadas a los intereses comerciales
de la burguesía catalana. La amenaza norteamericana no es pues una invención
del castrismo, ha sido desde siempre un componente fundamental dentro del
imaginario hispano-cubano y un instrumento eficaz de propaganda gubernamental.
El miedo a los Marines, representa en definitiva, el terrible lobo de los
cuentos infantiles y al mismo tiempo, la guinda del pavo en el festín nacional.
Fuentes:
Luis Navarro García, La
incierta victoria de Cuba, Universidad de Sevilla.
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