por Elizabeth Burgos*
El escritor cubano Antonio José Ponte, en su última obra, La fiesta vigilada, realiza un diagnóstico de la situación actual de La Habana, que concluye con la afirmación de que la capital de Cuba es hoy una “ciudad escombro de una guerra que nunca tuvo lugar” y que “es menos una ciudad viva que paisaje de legitimación política”. Para el autor, las ruinas arquitectónicas son la representación simbólica de la ruina del régimen y de sus gobernantes. Y como para que no queden dudas acerca del balance realizado por la palabra escrita, los cineastas alemanes, Florián Borchmeyer y Matthias Hentschler, ilustran con imágenes la certeza de las palabras mediante un excepcional documental, “Habana – Arte nuevo de hacer ruinas”, premiado en varios festivales cinematográficos que muestra la vida de unos habitantes de La Habana, que por falta de habitación, han fijado residencia en las ruinas de La Habana vieja. Documental conmovedor sobre la vida cotidiana de esos seres que han vivido durante decenios esperando la invasión americana, la revolución mundial, la realización del paraíso en la tierra, sin haberlas visto materializarse, y que hoy siguen viviendo a la espera sin saber de qué, pero viviendo entre ruinas.
La obra de Ponte incita a recordar la evolución ejemplar de la capital de Cuba para medir el grado de deterioro que ha sufrido en los cincuenta años de castrismo. Desde su fundación, La Habana no hizo más que progresar a lo largo de los siglos. Su situación geográfica y la presencia en sus costas de la corriente del Golfo la convirtieron en el centro de expansión del proyecto imperial hispánico; hito fundamental de la ruta imperial, base logística y de tránsito durante el proceso de conquista de la “Tierra Firme. Como ciudad portuaria, encrucijada de la corriente del Golfo, se impuso como pieza fundamental de la empresa militar- marinera entre América y España. El puerto de La Habana se impuso como escala de la flota imperial que transportaba a la metrópoli las riquezas minerales provenientes del Nuevo Mundo, de allí que se le considerara como la “Llave del Nuevo Mundo”. Y como bien lo apuntó el historiador cubano Manuel Moreno Fraginals: “La Habana fue un fenómeno aparte cuya relación con el exterior fue mucho más importante que su conexión con el resto de Cuba”.
Luego, cuando Cuba se convirtió en el primer país productor de azúcar, el petróleo de la época, La Habana se convirtió en la ciudad más bella de América.
Tras la fundación de la República, La Habana continuó ejerciendo su papel de núcleo económico, y político de la isla, y lugar turístico por excelencia. Pero también, fue un centro dinámico de producción cultural. Valga un ejemplo entre muchos; la emblemática revistaOrígenes animada por el grupo del mismo nombre que gravitaba en torno a la gran figura tutelar, también su director, José Lezama Lima.
A partir de 1959, tras la inauguración del período revolucionario, La Habana pierde su sitial de honor y el discurso revolucionario la transforma en la personificación del mal. Blanco de la proyección de los fantasmas propios del puritanismo que suele animar los procesos revolucionarios, La Habana es relegada al estatus de ente femenino al que se le aplica el mismo discurso misógino destinado a las mujeres que se les acusa de llevar una “vida disoluta”, consideradas de “mala vida”, “pecadoras”. A su atractivo, a su prestigio internacional y a su centralidad, se le adjudica la culpa de la decadencia de Cuba. Su protagonismo cultural, sus logros arquitectónicos, son silenciados y se centra el discurso político en el aspecto que privará como imagen : su vida nocturna, sus bares célebres y sus cabarets, sus salas de juego y , sobre todo, la prostitución; que por cierto es una característica de toda ciudad portuaria y lo fue también de La Habana desde la época en que fue el centro portuario de la Monarquía española en América. Acabar con ese foco de “inmoralidad” se convierte en una forma de legitimación del proyecto revolucionario; argumento, que cincuenta años más tarde, sigue funcionando como legitimador del tipo de Estado y de gobierno que rigen el destino de Cuba, y ello pese al grado alcanzado hoy por la prostitución en La Habana convertida en uno de los grandes atractivos turísticos de la ciudad, ya no practicada por profesionales del sexo, sino por jóvenes adolescentes, todavía estudiantes y de ambos sexos, o por universitarias : actividad que se practica con la complicidad de los organismos policiales.
El papel simbólico adjudicado por el poder revolucionario a La Habana, alcanzó un tal grado de exacerbación que fue en torno a un hecho concerniente, precisamente, a La Habana que estalló el primer conflicto entre el mundo intelectual y el poder revolucionario. Fue a raíz de la proyección del documental de Sabá Cabrera Infante y de Orlando Jiménez Leal, “PM” (1961), que muestra el ambiente nocturno de la ciudad en un tono benévolo, - en lugar de crítico como lo exigía la “moral revolucionaria”-, reñido con el discurso puritano del momento. El documental fue prohibido por la Comisión de Estudios y Clasificaciones de Películas, por “nocivo a los intereses del pueblo cubano y a su revolución”, provocando una ola de protestas y de controversias.
La crisis entre el poder y los intelectuales suscitada a raíz de ese acto de censura, indujo al gobierno a realizar en la Biblioteca Nacional el famoso “Encuentro con los intelectuales”, en donde Fidel Castro pronunció un discurso conocido como “Palabras a los intelectuales”, que definía la política cultural del país sintetizada en una sola frase: “Dentro de la revolución todo; contra la revolución nada” que desde entonces fijó la normativa del comportamiento de los intelectuales de la isla.
Desde 1959 se impuso un estilo de vida que regentaba la vida cotidiana de todos los cubanosque le daba prioridad al cumplimiento de las “tareas revolucionarias” que consistían en la movilización permanente del “pueblo combatiente” a la espera de la intervención norteamericana. (La movilización permanente es una técnica de esa modalidad del nacional-socialismo que es el castrismo, cuya adaptación a los tiempos actuales, se traduce por la instrumentalización de las normas de la democracia: la movilización electoral permanente, que permite mantener a la sociedad en estado de histeria colectiva permanente, y a la vez legitimar el régimen totalitario.
En 1959, el mantenimiento de la ciudad pecadora, culpable de los vicios del país, no aparecía como una tarea revolucionaria prioritaria, al contrario, había que castigarla.
Algo había en su belleza, en el esplendor de la ciudad que la reñía con la idea de revolución y la destinaba a expiar sus encantos convirtiéndose en la maltrecha ciudad de hoy. Jean Paul Sartre, que pasó un mes en la isla en 1960, se hace eco en su célebre reportaje “Ouragan sur le sucre”, de los prejuicios y reproches que expresaba entonces la elite de la revolución a través de cuyo prisma él filósofo percibió La Habana. Sartre es quien tempranamente expresa lo que a sus ojos aparecía como una anomalía: la arquitectura de La Habana, la exuberancia de su iluminación, su modernidad, chocan sobremanera la sensibilidad del filósofo extrañado por esa ausencia de “austeridad propia de las revoluciones”, en las que ve una demostración de subdesarrollo, personificación de la condición de “semi colonia” de la isla hasta 1959. Visión que daba por sentado que semejante acerbo arquitectónico y de modernidad no podía ser obra de un país “subdesarrollado”, sino de la potencia del Norte.
Cuando se impuso la línea de Ernesto “Che” Guevara del internacionalismo, de la creación de “dos , tres, más Vietnams”, el desapego de La Habana, su abandono, cobró una justificación política. El rasgo sobresaliente de la línea de Guevara era la idealización del campo y del guerrillero rural, condicionando el futuro de los centros urbanos a una suerte de ruralismo por decreto.
Durante la fase guevariana, se renueva la campaña de denuncias hacia La Habana, de su capacidad de seducción, considerada nefasta al advenimiento del “hombre nuevo” que debía surgir de las generaciones de guerrilleros que harán entrega de sus vidas a la causa. El guerrillero es “el elegido del pueblo” y “su vanguardia armada”, y “es fundamentalmente y antes que nada, un revolucionario agrario” reñido con la vida urbana y debe tener “las mejores virtudes del mejor soldado del mundo”. Lo rural contrapuesto a la ciudad, lugar de “perdición y de aburguesamiento, visión expuesta en la teoría de la “guerra de guerrillas”.
Tras la muerte de Ernesto Guevara, y el abandono de la línea guerrillera por Fidel Castro, más la necesidad de los subsidios para mantener al país, obligan al Líder Máximo a acatar las directivas soviéticas. Comienza el período de la sovietización durante el cual se da el forcejeo entre dos culturas opuestas. La presencia del estilo soviético, pese a la fuerza de la cultura caribeña, se hacía sentir en la vida cotidiana. Una rigidez desconocida marcaba pautas en el comportamiento cotidiano. Los ministros estaban secundados por asesores soviéticos, como sucede hoy en Venezuela con los cubanos, que parecería se están desquitando con los venezolanos de aquella humillante experiencia.
Tras la desaparición de la URSS, La Habana entra en la era postsoviética. Por primera vez Cuba conoce un fase libre de imperio tutelar. Una orfandad que la obliga a decretar el “período especial”, pues ya no recibe los ingentes subsidios de la Unión Soviética. Durante este período, según el escritor cubano Antonio José Ponte, la ciudad comienza a recuperar sus hábitos pasados, surge de nuevo el sentido de la fiesta, pero será una Fiesta vigilada, aludiendo a la vigilancia policial, en un “un paréntesis de ruinas”, refiriéndose al fenómeno de los edificios y casas en ruinas de los barrios de La Habana.
Ponte realiza una radiografía fría, sin piedad de la suerte corrida por la “ciudad escombro de una guerra que nunca tuvo lugar” y que “es menos una ciudad viva que paisaje de legitimación política”. Para el autor, las ruinas arquitectónicas son la representación simbólica de la ruina del régimen y de sus gobernantes.
La Habana aparece hoy como el símbolo de la decadencia física de la isla en donde el tiempo de la economía, de la gestión de los problemas cotidianos se detuvo en aras a la realización de una utopía que exigía de la población la movilización permanente a la espera de “una guerra que nunca tuvo lugar”. Durante cincuenta años la población cubana ha vivido bajo la exacerbación del héroe combatiente, el influjo de la retórica revolucionaria, mientras que hoy, - como declarara hace poco la joven escritora cubana Wendy Guerra, autora de Todos se van, (Bruguera, 2006), “vivimos a la espera de que alguien muera”.
* Especializada en etnopsicoanálisis e historia, consejera editorial de webarticulista.net,
autora de "Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia" (1982). Artículo publicado originalmente en el semanario ZETA
El escritor cubano Antonio José Ponte, en su última obra, La fiesta vigilada, realiza un diagnóstico de la situación actual de La Habana, que concluye con la afirmación de que la capital de Cuba es hoy una “ciudad escombro de una guerra que nunca tuvo lugar” y que “es menos una ciudad viva que paisaje de legitimación política”. Para el autor, las ruinas arquitectónicas son la representación simbólica de la ruina del régimen y de sus gobernantes. Y como para que no queden dudas acerca del balance realizado por la palabra escrita, los cineastas alemanes, Florián Borchmeyer y Matthias Hentschler, ilustran con imágenes la certeza de las palabras mediante un excepcional documental, “Habana – Arte nuevo de hacer ruinas”, premiado en varios festivales cinematográficos que muestra la vida de unos habitantes de La Habana, que por falta de habitación, han fijado residencia en las ruinas de La Habana vieja. Documental conmovedor sobre la vida cotidiana de esos seres que han vivido durante decenios esperando la invasión americana, la revolución mundial, la realización del paraíso en la tierra, sin haberlas visto materializarse, y que hoy siguen viviendo a la espera sin saber de qué, pero viviendo entre ruinas.
La obra de Ponte incita a recordar la evolución ejemplar de la capital de Cuba para medir el grado de deterioro que ha sufrido en los cincuenta años de castrismo. Desde su fundación, La Habana no hizo más que progresar a lo largo de los siglos. Su situación geográfica y la presencia en sus costas de la corriente del Golfo la convirtieron en el centro de expansión del proyecto imperial hispánico; hito fundamental de la ruta imperial, base logística y de tránsito durante el proceso de conquista de la “Tierra Firme. Como ciudad portuaria, encrucijada de la corriente del Golfo, se impuso como pieza fundamental de la empresa militar- marinera entre América y España. El puerto de La Habana se impuso como escala de la flota imperial que transportaba a la metrópoli las riquezas minerales provenientes del Nuevo Mundo, de allí que se le considerara como la “Llave del Nuevo Mundo”. Y como bien lo apuntó el historiador cubano Manuel Moreno Fraginals: “La Habana fue un fenómeno aparte cuya relación con el exterior fue mucho más importante que su conexión con el resto de Cuba”.
Luego, cuando Cuba se convirtió en el primer país productor de azúcar, el petróleo de la época, La Habana se convirtió en la ciudad más bella de América.
Tras la fundación de la República, La Habana continuó ejerciendo su papel de núcleo económico, y político de la isla, y lugar turístico por excelencia. Pero también, fue un centro dinámico de producción cultural. Valga un ejemplo entre muchos; la emblemática revistaOrígenes animada por el grupo del mismo nombre que gravitaba en torno a la gran figura tutelar, también su director, José Lezama Lima.
A partir de 1959, tras la inauguración del período revolucionario, La Habana pierde su sitial de honor y el discurso revolucionario la transforma en la personificación del mal. Blanco de la proyección de los fantasmas propios del puritanismo que suele animar los procesos revolucionarios, La Habana es relegada al estatus de ente femenino al que se le aplica el mismo discurso misógino destinado a las mujeres que se les acusa de llevar una “vida disoluta”, consideradas de “mala vida”, “pecadoras”. A su atractivo, a su prestigio internacional y a su centralidad, se le adjudica la culpa de la decadencia de Cuba. Su protagonismo cultural, sus logros arquitectónicos, son silenciados y se centra el discurso político en el aspecto que privará como imagen : su vida nocturna, sus bares célebres y sus cabarets, sus salas de juego y , sobre todo, la prostitución; que por cierto es una característica de toda ciudad portuaria y lo fue también de La Habana desde la época en que fue el centro portuario de la Monarquía española en América. Acabar con ese foco de “inmoralidad” se convierte en una forma de legitimación del proyecto revolucionario; argumento, que cincuenta años más tarde, sigue funcionando como legitimador del tipo de Estado y de gobierno que rigen el destino de Cuba, y ello pese al grado alcanzado hoy por la prostitución en La Habana convertida en uno de los grandes atractivos turísticos de la ciudad, ya no practicada por profesionales del sexo, sino por jóvenes adolescentes, todavía estudiantes y de ambos sexos, o por universitarias : actividad que se practica con la complicidad de los organismos policiales.
El papel simbólico adjudicado por el poder revolucionario a La Habana, alcanzó un tal grado de exacerbación que fue en torno a un hecho concerniente, precisamente, a La Habana que estalló el primer conflicto entre el mundo intelectual y el poder revolucionario. Fue a raíz de la proyección del documental de Sabá Cabrera Infante y de Orlando Jiménez Leal, “PM” (1961), que muestra el ambiente nocturno de la ciudad en un tono benévolo, - en lugar de crítico como lo exigía la “moral revolucionaria”-, reñido con el discurso puritano del momento. El documental fue prohibido por la Comisión de Estudios y Clasificaciones de Películas, por “nocivo a los intereses del pueblo cubano y a su revolución”, provocando una ola de protestas y de controversias.
La crisis entre el poder y los intelectuales suscitada a raíz de ese acto de censura, indujo al gobierno a realizar en la Biblioteca Nacional el famoso “Encuentro con los intelectuales”, en donde Fidel Castro pronunció un discurso conocido como “Palabras a los intelectuales”, que definía la política cultural del país sintetizada en una sola frase: “Dentro de la revolución todo; contra la revolución nada” que desde entonces fijó la normativa del comportamiento de los intelectuales de la isla.
Desde 1959 se impuso un estilo de vida que regentaba la vida cotidiana de todos los cubanosque le daba prioridad al cumplimiento de las “tareas revolucionarias” que consistían en la movilización permanente del “pueblo combatiente” a la espera de la intervención norteamericana. (La movilización permanente es una técnica de esa modalidad del nacional-socialismo que es el castrismo, cuya adaptación a los tiempos actuales, se traduce por la instrumentalización de las normas de la democracia: la movilización electoral permanente, que permite mantener a la sociedad en estado de histeria colectiva permanente, y a la vez legitimar el régimen totalitario.
En 1959, el mantenimiento de la ciudad pecadora, culpable de los vicios del país, no aparecía como una tarea revolucionaria prioritaria, al contrario, había que castigarla.
Algo había en su belleza, en el esplendor de la ciudad que la reñía con la idea de revolución y la destinaba a expiar sus encantos convirtiéndose en la maltrecha ciudad de hoy. Jean Paul Sartre, que pasó un mes en la isla en 1960, se hace eco en su célebre reportaje “Ouragan sur le sucre”, de los prejuicios y reproches que expresaba entonces la elite de la revolución a través de cuyo prisma él filósofo percibió La Habana. Sartre es quien tempranamente expresa lo que a sus ojos aparecía como una anomalía: la arquitectura de La Habana, la exuberancia de su iluminación, su modernidad, chocan sobremanera la sensibilidad del filósofo extrañado por esa ausencia de “austeridad propia de las revoluciones”, en las que ve una demostración de subdesarrollo, personificación de la condición de “semi colonia” de la isla hasta 1959. Visión que daba por sentado que semejante acerbo arquitectónico y de modernidad no podía ser obra de un país “subdesarrollado”, sino de la potencia del Norte.
Cuando se impuso la línea de Ernesto “Che” Guevara del internacionalismo, de la creación de “dos , tres, más Vietnams”, el desapego de La Habana, su abandono, cobró una justificación política. El rasgo sobresaliente de la línea de Guevara era la idealización del campo y del guerrillero rural, condicionando el futuro de los centros urbanos a una suerte de ruralismo por decreto.
Durante la fase guevariana, se renueva la campaña de denuncias hacia La Habana, de su capacidad de seducción, considerada nefasta al advenimiento del “hombre nuevo” que debía surgir de las generaciones de guerrilleros que harán entrega de sus vidas a la causa. El guerrillero es “el elegido del pueblo” y “su vanguardia armada”, y “es fundamentalmente y antes que nada, un revolucionario agrario” reñido con la vida urbana y debe tener “las mejores virtudes del mejor soldado del mundo”. Lo rural contrapuesto a la ciudad, lugar de “perdición y de aburguesamiento, visión expuesta en la teoría de la “guerra de guerrillas”.
Tras la muerte de Ernesto Guevara, y el abandono de la línea guerrillera por Fidel Castro, más la necesidad de los subsidios para mantener al país, obligan al Líder Máximo a acatar las directivas soviéticas. Comienza el período de la sovietización durante el cual se da el forcejeo entre dos culturas opuestas. La presencia del estilo soviético, pese a la fuerza de la cultura caribeña, se hacía sentir en la vida cotidiana. Una rigidez desconocida marcaba pautas en el comportamiento cotidiano. Los ministros estaban secundados por asesores soviéticos, como sucede hoy en Venezuela con los cubanos, que parecería se están desquitando con los venezolanos de aquella humillante experiencia.
Tras la desaparición de la URSS, La Habana entra en la era postsoviética. Por primera vez Cuba conoce un fase libre de imperio tutelar. Una orfandad que la obliga a decretar el “período especial”, pues ya no recibe los ingentes subsidios de la Unión Soviética. Durante este período, según el escritor cubano Antonio José Ponte, la ciudad comienza a recuperar sus hábitos pasados, surge de nuevo el sentido de la fiesta, pero será una Fiesta vigilada, aludiendo a la vigilancia policial, en un “un paréntesis de ruinas”, refiriéndose al fenómeno de los edificios y casas en ruinas de los barrios de La Habana.
Ponte realiza una radiografía fría, sin piedad de la suerte corrida por la “ciudad escombro de una guerra que nunca tuvo lugar” y que “es menos una ciudad viva que paisaje de legitimación política”. Para el autor, las ruinas arquitectónicas son la representación simbólica de la ruina del régimen y de sus gobernantes.
La Habana aparece hoy como el símbolo de la decadencia física de la isla en donde el tiempo de la economía, de la gestión de los problemas cotidianos se detuvo en aras a la realización de una utopía que exigía de la población la movilización permanente a la espera de “una guerra que nunca tuvo lugar”. Durante cincuenta años la población cubana ha vivido bajo la exacerbación del héroe combatiente, el influjo de la retórica revolucionaria, mientras que hoy, - como declarara hace poco la joven escritora cubana Wendy Guerra, autora de Todos se van, (Bruguera, 2006), “vivimos a la espera de que alguien muera”.
Enlaces para El arte de hacer ruinas.
- http://vodpod.com/watch/682720-habana-arte-nuevo-de-hacer-ruinas-primera-parte
- http://vodpod.com/watch/682725-habana-arte-nuevo-de-hacer-ruinas-segunda-parte
* Especializada en etnopsicoanálisis e historia, consejera editorial de webarticulista.net,
autora de "Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia" (1982). Artículo publicado originalmente en el semanario ZETA
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