El Gobierno autonómico de Cuba
6 de Febrero del 2010 21:29:46 CDT
Tarde, muy tarde, tardísimo concedió
España la autonomía a Cuba. La «solución» que, dice el historiador Oscar
Loyola, hubiera sido medianamente viable hasta el 24 de febrero de 1895, quedó
marginada del panorama de la Isla al comenzar ese día la Guerra de
Independencia, que promovía un cambio social abrupto y definitivo. En 1898,
tras tres años de lucha en la manigua, la alternativa histórica se movía,
precisa Loyola, entre el mantenimiento del régimen colonial y la creación de un
Estado nacional sin cortapisas. La autonomía vendría solo a apuntalar los restos
cada vez más desmantelados del régimen vigente a fin de asegurarle una
lentísima evolución. Por eso la combatieron por igual los independentistas que
los españoles más integristas y recalcitrantes. Los primeros, porque no
garantizaba su sueño de una Cuba libre. Los segundos, porque veían en el tímido
accionar de los autonomistas la antesala de la independencia y la pérdida del
control que hasta ese momento ejercían sobre la Capitanía General y en la
situación de la Colonia.
Expresa Oscar Loyola que el Gobierno
autonómico, a pesar de sus notables esfuerzos por encabezar el país, estaba
condenado históricamente al fracaso en la fecha en que asumió el poder (1ro. de
enero de 1898). Era imposible que desplegase una labor exitosa cuando se sabía
que la solución del problema insular pasaba por el mambisado o, en su defecto,
por la intervención norteamericana en la guerra, que ya se veía venir dado el
interés creciente de Washington por La Habana.
Se dice que, a esas alturas, los
autonomistas eran también conscientes del fiasco al que se abocaban, a
sabiendas de que ninguna de sus leyes iba a arraigar ni implantarse en un país
asolado por la guerra. Fueron al gobierno, como quien va al martirio, con la
intención de tratar de conservar el cadáver de la Colonia. Por eso al Palacio
de Villalba, frente a la Plaza de las Ursulinas, donde instalaron sus
«poderes», la gente le llamaba la cámara frigorífica, mientras que en voz muy
baja cantaba al ritmo de una rumba de cajón:
Como a Cuba de este día
No se le importa la bulla
Dice que esa autonomía
De España es la autonosuya.
De mía, de cubana, no tenía nada. Y sí
mucho de española.
El partido equivocado
Dos grandes bloques políticos se
estructuraron en la sociedad insular tras el fin de la Guerra de los Diez Años
(1878): el Partido Liberal, llamado después Liberal Autonomista, y el Partido
Unión Constitucional. Ambas agrupaciones rechazaban la independencia y
existieron hasta 1898. Se nutrían de elementos de la burguesía, pero mientras
Unión Constitucional nucleaba a los «buenos españoles», el Liberal Autonomista
se presentaba como el de los «buenos cubanos». En verdad, nunca representó a la
nación ni fue un partido de masas. Su militancia fue siempre exigua y al final
llegó a ser calamitosa (tenía 259 miembros en 1895). Más importante que el
número de sus afiliados fue el peso de las ideas que sustentó, pues sus
críticas al colonialismo español influyeron en la sociedad cubana de su tiempo.
En sus filas se contaron figuras del relieve intelectual de Miguel Figueroa,
José Antonio Cortina, Raimundo Cabrera y Eliseo Giberga, sin olvidar a Enrique
José Varona, que lo abandonaría para sumarse a la causa de José Martí. Rafael
Montoro fue su ideólogo emblemático. Defendía la teoría de un cambio evolutivo,
no revolucionario, de la sociedad cubana.
Si los de la Unión Constitucional,
preferidos y protegidos por el régimen, tenían como divisa el saqueo y la
expoliación de la Colonia, los autonomistas pretendían que la Isla fuese vista
por Madrid como una región especial de España que se regiría por leyes que se
promulgarían de acuerdo con sus necesidades, aunque contribuiría al presupuesto
de la Corona. Se mantendría la figura del Capitán General y habría una cámara
de diputados con miembros electos en Cuba y también designados por España, así
como un Presidente de Gobierno asistido por sus secretarios de despacho. Con la
autonomía, Cuba seguiría siendo española. Negaba la posibilidad de la
independencia. Pese a lo valioso de su prédica, se empataba en eso con Unión
Constitucional. Martí le llamó «el partido de la equivocación permanente».
Hacia 1893 pareció que España
facilitaría ciertas modificaciones en el estatus político de la Isla. Nada se
hizo porque en Madrid los conservadores, en alianza con los elementos más
obstinados de Unión Constitucional, aplazaron primero e impidieron después su
presentación en el Parlamento. Otro proyecto más recalcitrante, el plan Romero-Abárzuza,
fue aprobado en 1895, pero no se aplicó. La Revolución de Martí trazaba nuevos
derroteros.
Desde los inicios de la Guerra de
Independencia, el Partido Autonomista expresó su apoyo a España y su condena de
la lucha armada. Siguió abogando por la autonomía, mientras que el Partido
Reformista, fundado en La Habana en 1893, clamaba por la aplicación de las
exiguas reformas del plan Romero-Abárzuza. En 1898, tres años de lucha situaban
a España entre la espada y la pared. Propiciaba cambios o perdía a Cuba para
siempre. El nombramiento de Ramón Blanco y Erenas, Marqués de Peña Plata, como
capitán general de la Isla, en noviembre de 1897, fue un alivio para los
autonomistas. Debía poner en vigor el Real Decreto que autorizaba el régimen
autonómico en Cuba y Puerto Rico.
Pesadumbre y desencanto
Federico Villoch guardaba un recuerdo
vívido de aquel 1ro. de enero de 1898 cuando se instauró en Cuba el Gobierno
autonómico y que fue tema de una de sus Viejas postales descoloridas.
A las dos de la tarde de aquel día se
hallaba el escritor en la sastrería de Modesto Alonso, en la calle Obispo entre
Aguacate y Villegas (acera de los pares) cuando escuchó, cada vez más cercanos,
toques de clarines, chocar de cascos de caballos sobre el adoquinado de la
calle, sonar de sables, voces… A poco pasaba ante el establecimiento, en el
coche de lujo de Palacio, el Capitán General en persona. Lo seguían su
ayudantía y miembros de su Estado Mayor, todos de gran gala, con vistosos
uniformes y bicornios, plumas, galones dorados y cruces. Detrás, cerrando la
comitiva, una tropa de caballería.
Marchaba el Gobernador hacia el
aristocrático Palacio de Villalba a fin de proclamar y dar posesión al Gobierno
autonómico, y lo hacía, recordaba Villoch, con una cara de pesadumbre y
desencanto que daba grima vérsela. Cumplía una orden y nada más. Presentía,
como todos, la inutilidad del esfuerzo y lo tardío del procedimiento. Para lo
que tal Gobierno iba a durar más valía haber dado marcha atrás para, sentado
tranquilamente en uno de los butacones del Palacio de la Plaza de Armas,
esperar el curso de los acontecimientos.
La Constitución autonómica estableció un
Parlamento bicameral: el Consejo de Administración y la Cámara de
Representantes. Algunos diputados eran electos y otros, designados por España.
Eran tantos los requisitos para ejercer el sufragio que la mayoría de la
población tenía vetado ese derecho. Por encima de esos dos cuerpos estaba el
Capitán General, que podía disolverlos, y tenía entre sus facultades la
designación de los secretarios de despacho. José María Gálvez fue nombrado
presidente del Gobierno y en manos de los autonomistas quedaron todas las
carteras, menos dos que correspondieron a miembros del Partido Reformista.
Unión Constitucional no tuvo representación en el gabinete.
Trabajó aquel Gobierno en la elaboración
de aranceles y presupuestos locales, determinó las relaciones mercantiles entre
Cuba y España, si bien debían ser aprobadas por Madrid, atendió la
administración municipal y la provincial, se preocupó por la educación, en
particular la primaria… Medidas todas necesarias, puntualiza el historiador
Oscar Loyola, pero que no comprometían el dominio español sobre Cuba. Pocas
semanas después de su instauración estallaba en el puerto habanero el acorazado
norteamericano Maine. Toda la gestión del Gobierno autonómico estuvo matizada
por la entrada de los Estados Unidos en la guerra de Cuba contra España, lo que
lo llevó a mantener su apoyo a ultranza a la metrópoli y a la condena de la
intromisión extranjera. El control que pudo ejercer no sobrepasó nunca los
límites de la capital cubana.
Una provisionalidad asombrosa
Federico Villoch, que cubrió día a día
como reportero el acontecer del Gobierno autonómico, dice que aquello fue, más
que todo, una academia en que la oratoria cubana ofreció pruebas indiscutibles
de sus méritos. Hubo, en candentes e interesantes sesiones, tardes inolvidables
de intensa emoción que ponían de manifiesto la alta cultura y el saber de
aquellos autonomistas, a los que más que políticos, Villoch califica como
intelectuales de la política.
Sin embargo, el Palacio de Villalba y el
Gobierno mismo evidenciaban una provisionalidad asombrosa. Faltos de calor
popular, eran escasos los asistentes a sus tribunas públicas y todas las tardes
funcionarios y periodistas salían del edificio con la duda de que las sesiones
se reanudaran al día siguiente.
Ciertos detalles no pasaban inadvertidos
para un observador atento como Villoch y que demostraban a las claras lo
inestable de oficinas y despachos instalados sin orden y a la carrera.
Estanterías de libros que permanecían
totalmente desocupadas, escritorios mal situados, amplias habitaciones de aquel
enorme y lujoso palacio completamente vacías, sin una silla siquiera. Sobraba
casa o faltaban muebles, y no había prisa por traerlos. El eco resonaba en
pasillos y salones. Todo respondía a la indiferencia ante una situación
pasajera, apunta Villoch. No obstante, la alta moralidad y prestigio de Rafael
Montoro, ministro de Hacienda, no dejaba pasar una sola cuenta sin cobrar ni el
gasto más insignificante sin su justificación correspondiente. Pese a ocupar
altos cargos ya en la República —fue embajador y ministro en varias ocasiones—
Montoro llegó a la vejez y a la jubilación sin un centavo. Los habaneros
hicieron una colecta para que pudiera morir en casa propia.
Porque si algo no faltó en esos hombres
de «esperanza sin ocaso», como se les llamó, fue honradez en los siete u ocho
meses de incertidumbre y de recelo en que creyeron que regían los destinos de
Cuba. Sobrevinieron la declaración de guerra de los Estados Unidos a España, el
bloqueo de los puertos cubanos por la Marina de ese país, la intervención
norteamericana en la guerra, el desastre de la flota del almirante Cervera, la
rendición española… Cuando cesó la soberanía de España en la Isla todos ellos
tenían las manos limpias. Su «pecado» fue de otra índole: no tuvieron fe en su
pueblo.
Aucun commentaire:
Enregistrer un commentaire