Los Estados que tratan de imponer la igualdad provocan una profunda infelicidad en los ciudadanos sujetos a sus imposiciones
OPINIÓN, Carlos Alberto Montaner, DDC
Comienzo estas líneas aludiendo al último tercio del siglo XVIII, cuando se forjó nuestro mundo contemporáneo desde el punto de vista político, jurídico, y, en gran medida, económico. Parto de la base de que seguimos siendo hijos de la Ilustración y del pensamiento de hombres como John Locke, Montesquieu, el irreverente Voltaire y, tal vez sobre todo, del ejemplo de la revolución americana.
Las ideas que pusieron en circulación, el Estado que entonces diseñaron —autoridad limitada, poderes que se equilibran, constitucionalismo, partidos que compiten, alternancia en el poder, propiedad privada, mercado— y las actitudes que preconizaron para sustituir al viejo régimen absolutista —meritocracia y competencia— mantienen todavía una vigencia casi total.
Hoy no solo las 30 naciones más exitosas del planeta se comportan, más o menos, con arreglo a ese modelo de Estado, sino resulta evidente que los países que abandonan los sistemas dictatoriales, generalmente opresivos y estatistas, como la URSS y sus satélites, tratan de desplazarse en la dirección del tipo de gobierno creado por los estadounidenses.
Esa subordinación nuestra a una cosmovisión bicentenaria no debe sorprendernos. Al fin y a la postre, todavía viven en nosotros, y le dan forma y sentido a nuestros juicios críticos, numerosos aspectos de las ideas de Platón o Aristóteles o los milenarios principios morales del judeocristianismo.
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