Margallo ha impuesto el pragmatismo frente al anticastrismo del PP con Aznar
Un mes después de la llegada del PP al poder, en enero de 2012, La Habana liberó al español Martínez Ferraté, preso desde 2010. Fue un gesto de distensión hacia un Gobierno que llegaba con la rémora de haber abanderado, en la época de Aznar, el endurecimiento de la política de la UE hacia la isla, plasmado en la Posición Común, que subordinaba el diálogo con el régimen castrista a su democratización.
Por si el equilibrio entre su enfoque pragmático y el inmovilismo de un sector de su partido (representado públicamente por la expresidenta madrileña Esperanza Aguirre y el propio Aznar) no fuera lo bastante difícil, el accidente en el que se vio envuelto el dirigente de las juventudes del PP Ángel Carromero (en el que murieron los disidentes Oswaldo Payá y Harol Cepero en julio de 2012) lo complicó más. Margallo recurrió al canciller Bruno Rodríguez, como en el caso Ferraté, para que Carromero fuese repatriado en diciembre de ese año, tras su condena a cuatro años en Cuba. El ministro aseguró que la entrega no tuvo contrapartidas, pero se desmarcó de la teoría que culpaba del accidente a los servicios cubanos y de la petición de indulto para el cachorro del PP.
Más importante aún, en noviembre de 2012, la UE acordó, con el visto bueno de España, iniciar negociaciones para la firma de un acuerdo de cooperación con Cuba, que supondrá dar la puntilla a la Posición Común.
Desde entonces, Margallo y Rodríguez se han reunido varias veces, la última en Nueva York en septiembre, y el nuevo clima se ha plasmado en el apoyo cubano a la candidatura española al Consejo de Seguridad de la ONU.
Pero la primera visita a Cuba de un alto cargo de Rajoy —quien saludó a Raúl Castro en Chile en enero de 2013— se fue demorando, ante las resistencias de unos y las dudas de otros. El secretario de Estado de Comercio, Jaime García-Legaz (exdirigente de FAES, la fundación de Aznar), canceló su visita a la feria de La Habana, por lo que fue Margallo, el 23 de noviembre, el primero en pisarla.
Para justificar su realpolitik, el ministro alega que el peso internacional de España depende de su influencia en Iberoamérica y que ésta pasa por la normalización con La Habana. Si no bastara, esgrime la presencia en Cuba de 120.000 españoles, que pueden llegar a 400.000 gracias a la Ley de la Memoria Histórica.
Cuando Margallo viajó finalmente a La Habana (después de que lo hicieran sus homólogos de Francia, Holanda o Portugal) conocía el cambio que se avecinaba entre Cuba y EE UU, aunque no los detalles ni el momento. España no estuvo en la cocina, pero sí ayudó a preparar la mesa, según fuentes diplomáticas, trasladando el mensaje de que La Habana debía desbloquear el proceso con la liberación del estadounidense Alan Gross.
Castro no le recibió, quizá porque no le gustó su discurso sobre la transición española en La Habana o porque no considera que Madrid sea relevante. Pero Margallo cree que sí lo es para marcar la futura política de la UE hacia Cuba, que deberá adaptarse al giro de Washington. "Cuando hablamos de Rusia, yo escucho a mis colegas de Polonia o las repúblicas bálticas. Cuando se trata de América Latina, los demás me escuchan a mí".
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