Los jóvenes cubanos insisten en escoger su música, su cine, su TV, su ropa, sus bailes, sus ídolos, sus ideas. Quieren viajar, ser distintos a sus abuelos, ir más lejos que sus padres. Podrían enseñar a quienes se han pasado la vida fracasando
| Rafael Alcides Pérez
LA HABANA, Cuba. — El 77 por ciento de la población cubana (datos oficiales) nació después del ´59 y la mitad de este enorme por ciento (cabe suponerlo) lo integran jóvenes que andan entre los 17 y los 35 años de edad. Jóvenes al fin, pretenden, como han hecho los jóvenes de todas las generaciones en otros países (y en Cuba misma en el pasado), rediseñar el mundo del cual serán herederos. Es un derecho.
En Estados Unidos, observando dos hermanos la lentitud del caballo y pensando que en América y en Europa, donde suele llover con frecuencia, volar en alfombras daría lugar a catarros, y quién sabe si hasta severas pulmonías, optaron a última hora por ser además originales y autóctonos, e inventaron el avión. En Liverpool, un jueves a la salida de un concierto sinfónico, los entonces futuros Beatles creyeron llegado el momento de renovar la música clásica haciéndola de otro modo. Ni a Steve Jobs ni a Bill Gates les interesó el mundo de bostezos que según se ve ahora era la vida antes de aparecer internet e inventaron la computadora personal y el windows. En fin, cuanto en el mundo no fue hecho por Dios, lo han creado después los jóvenes.
Con esa poderosa autoridad, la nueva generación de jóvenes cubanos está librando una lucha sorda en todos los frentes. Insiste en escoger por sí misma su música, escoger su cine, su TV, su ropa, sus bailes, sus ídolos, sus ideas y métodos en el más amplio sentido de la palabra. Quieren esos jóvenes viajar, ser distintos a sus abuelos, ir más lejos que sus padres, no dejarse aplastar por las grandes palabras. Tan lejos en su voluntad de resistencia cultural han llegado que ni preso se pondría hoy ninguno de ellos una guayabera ni una camisa de cuadros, no por la guayabera ni por la camisa en sí, por ser estas prendas de vestir como en el pasado lo fuera el afrentoso traje de dril 100, la nueva ropa de la clase dominante.
Ésta no lo entiende. Desesperada anda por las azoteas con agilidad de gato localizando las antenas satelitales que no estén en instaladas en las casas de las radiantes queridas de los extranjeros avecindados en el país por razones de negocios. Habla de desideologización, habla de desculturización, culpa a la globalización, sataniza a internet, y termina como de costumbre echándole la culpa al imperialismo norteamericano, olvidando quienes rigen esta olvidadiza y poderosa clase que en su día remoto del siglo pasado ellos también fueron jóvenes y también les dio por vivir a su manera. Y con grandes ojeras por los malos sueños que está teniendo, respirando fuerte, con su pastillita bajo la lengua, vuelve la agotada clase a mirar el pomito ruso y comprueba las recetas.
En definitiva, las mismas recetas de cuando cincuenta y tantos años atrás condenó el jazz, satanizó el blue jean, puso bajo sospecha la barba y la melena que ella misma pusiera de moda, prohibió a los Beatles, prohibió a Feliciano, a Julio Iglesias, a Celina la de Reutilio, censuró canciones de Arsenio Rodríguez, vigiló tan de cerca a quienes creyeran en Dios que hasta en las planillas para acceder a un trabajo o a la universidad aparecía la fatídica pregunta que, no habiendo otro empleador, obligaba al ciudadano de la masa a enmascararse, acabó con Lezama, con Virgilio, con Servando, hizo del homosexual un ser al que sólo le faltaba la flor amarilla de los judíos que hasta en sueños nos sobrecogen todavía, en fin, en fin, las recetas de lo que en el gran fracaso de esta nueva clase que iba a hacer correr la felicidad sobre la tierra con el ímpetu del Amazonas cuando llueve ocupa ya, mirado con los ojos del corazón (como diría mi abuelo conteniendo la mano sobre el cabo del machete perpetuo en su cintura) un área que tal vez (y sin el tal vez) no quepa en la galaxia.
Fracaso, por cierto, del cual jamás se ha disculpado. Pero del cual los actuales jóvenes cubanos, legatarios a veces de abuelos que subieron a la Sierra y de padres que participaron en las guerras de ultramar del régimen y ahora se preguntan para qué, parecen haber extraído la rotunda pregunta que los estimula en su afán de diferenciarse, de no ser como los quisieran los sorpresivos implementadores en estas tierras del vetusto modelo del Hombre Nuevo. ¿Con que autoridad –los oye uno preguntarse mientras escuchan lo mismo a Los Aldeanos que a Pitbull–, sí señor, con qué autoridad, podrían enseñar quienes se han pasado la vida fracasando? No hablemos de la economía, dicen, eso es punto y aparte. Hablan de ideología, de preferencias estéticas o no, de cultura. Por otro lado –segunda parte de la capital pregunta de los jóvenes de hoy–, ¿enseñar a qué? ¿A fracasar?
Por eso, cuando los oyen en televisión satanizar el “paquete”, sonríen. Y cuando pasa el vendedor de Granma, viran la cara. Jóvenes al fin, se conocen de memoria el porvenir.
Aucun commentaire:
Enregistrer un commentaire