Empecemos dando
las gracias a Mario J. Viera por tomarse la molestia de interesarse en un reciente
trabajo de este cronista. Reza un proverbio cubano “Dime de lo que presumes
y te diré lo que te falta”. A su sentida respuesta
publicada en estas páginas, podría aplicársele perfectamente este inexorable
axioma, sin caer demasiado en los excesos a que nos acostumbran los lugares
comunes. El tema de la Nación y la Patria, no es privativo de la dictadura
castrista. Los extremos se tocan. ¿Es necesario repetir que la Patria es de
todos, incluyendo a los traidores?
Las metáforas no
explican la realidad pero ayudan a comprenderla mejor, la combinación de dos
adjetivos opuestos, generan en poesía el momento mágico del oxímoron, o por el
contrario, si los conceptos no tienen que ver, la sensación de artificio. Es lo que ocurre
con la combinación “integrismo desfasado”, absurda cuando se sabe que un integrista no puede ir separado
de su contexto ideológico, que es para él un escenario inmutable.
Autonomía
Concertada para Cuba no es una idea original, la ideó en 2008 José Ramón
Morales, un pintor cubano radicado en Miami desde su blog Cuba española. Su propuesta fue duramente
atacada en aquel entonces por
el periodismo y los
historiadores oficiales con los mismos argumentos esgrimidos hoy por un
periodista “independiente.” Ninguno de
los críticos de antes ni de ahora, ha
reparado en que es un derecho inalienable del ser humano, tener ideas y hasta creencias,
sin que venga nadie a discutirlas, mucho menos en nombre de la fidelidad a la
patria. A la única salida que lleva ese escabroso camino es al del Paredón de La
Cabaña. Todos los que se adentraron por esa senda, terminaron ejecutando a sus
oponentes en el mismo sitio, los capitanes Generales primero y Fidel Castro
después.
Sustentar que el
acceso a la discusión pública sólo puede estar autorizado a quienes defienden
la historia oficial, equivale a sostener la misma línea política de Fidel
Castro cuando clamara bajo los aplausos de muchos actuales exiliados “Con la
revolución, todo; fuera de la revolución, nada”. Los adjetivos con los que en su alegato el
periodista manifiesta su desprecio por una idea que no comprende (autonomía
y anexión son dos conceptos contrapuestos) y por último, su adhesión intransigente a la
línea política oficial, se parece más a una declaración de principios que a
verdaderos deseos de contender con las ideas. En otras palabras, Mario J. Viera
le “sale al paso” (para utilizar una siniestra expresión popular) a una “desviación ideológica” que no podría tolerar ningún “patriota”
en su sano juicio sin levantar un machete.
No son “cuatro
gatos” los que sugieren que Cuba estaría mejor arrimada a otra bandera sin
dejar de tener la suya propia, lo clama con creces la historia misma de estos
últimos 150 años; pero si esas evidencias pasadas no bastaran, añadiéndose argumentos
económicos y geopolíticos actuales se llegaría
sin mucha dificultad exactamente a las mismas conclusiones. De nada vale a
aferrarse a una quimera. Las opciones de hoy son las mismas que ayer: vivir bajo
el amparo de una entidad política más grande o el caos.
Discutir sobre puntos
de vista también es un ejercicio estéril. Los principios, sean estos religiosos,
éticos o nacionalistas son los responsables de las guerras, de las revoluciones
y otros males que han corrompido la paz y la prosperidad de las naciones. Nunca
se desarrollaron más los estados europeos que cuando imperó la primera globalización
iniciada por el imperio británico en nombre de la libertad del comercio, la
única idea capaz de poner a todos los hombres de acuerdo según D. Ricardo.
Cuba no era una excepción,
su prosperidad se debió a la libertad de comercio imaginada por el conde de
Villanueva a finales del siglo XVIII. Un sistema que hasta la creación del
primer Banco Estatal y la puesta en circulación de la moneda fiduciaria, fue
envidiado hasta en los propios Estados Unidos. Fueron las medidas
centralizadoras y reguladoras de la Metrópoli las que iniciaron la decadencia
económica de La Habana, agravada por la crisis económica de 1867, desencadenada
por la anterior manipulación de la moneda. La guerra civil de independencia
desatada al año siguiente, no hizo más que agravar una situación ya
existente.
Una Cuba realmente
democrática debería comenzar por quitarse de encima el santoral revolucionario,
separando para siempre la Historia de la Política. Sólo con bases sanas podrían
concretarse primero los ideales de la unidad
hispanoamericana y después, como consecuencia lógica, el de un territorio nacional
donde todos los cubanos puedan hablarse sin exclusiones posibles.
Revisar la Historia
no es peligroso porque los hechos pasados son incontrovertibles. In fine,
resulta insignificante dilucidar, por ejemplo, si las naciones latinoamericanas
son causa o consecuencia de las Guerras de Independencia. A pesar de la ilusión
que nos hacemos, la historia tampoco permite predecir el futuro, sino juzgar mejor
el presente.
Hoy, a pesar de la valoración
que puedan hacer los historiadores de las “causas primeras”, las naciones hispanoamericanas desunidas y
débiles frente a los Estados Unidos (pero también Brasil) son una realidad que
nadie en su sano juicio negaría. Y ese es el problema que ha de encararse prioritariamente
y no el de sostener a toda costa un discurso oficial nacionalista, que sólo
conduce donde se aplica, con el acuerdo y consentimiento de la élites
pensantes, creadoras de opinión, a la usurpación de la riqueza nacional por grupos
privilegiados y al surgimiento de Fideles y de Chávez para perpetuar, por la
fuerza, el mayor tiempo posible ese delito. Con España y Europa, Cuba sería
mucho más fuerte y próspera que navegando sola bajo el imperio de ladrones o de
nuevos iluminados ¿Qué duda cabe?
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