Una carta apócrifa, ¡pero con tantas verdades dentro!
Sr. Ernesto Montaner
Miami,
Florida
Caracas, 12 de agosto de 1969
Querido Ernesto:
Cuando recibas esta carta ya te habrás enterado por la radio de la noticia de mi muerte. Ya me habré suicidado — ¡al fin! — sin que nadie pudiera impedírmelo, como me lo impidieron tú y Agustín Alles el 21 de enero de 1965.
Sé que después de muerto llevarán sobre mi tumba montañas de inculpaciones. Que querrán presentarme como «el único culpable» de la desgracia de Cuba. Y no niego mis errores ni mi culpabilidad; lo que sí niego es que fuera «el único culpable». Culpables fuimos todos, en mayor o menor grado de responsabilidad.
Culpables fuimos todos. Los periodistas que llenaban mi mesa de artículos demoledores, arremetiendo contra todos los gobernantes. Buscadores de aplausos que, por satisfacer el morbo infecundo y brutal de la multitud, por sentirse halagados por la aprobación de la plebe, vestían el odioso uniforme que no se quitaban nunca. No importa quien fuera el presidente. Ni las cosas buenas que estuviese realizando a favor de Cuba. Había que atacarlos, y había que destruirlos. El mismo pueblo que los elegía, pedía a gritos sus cabezas en la plaza pública. El pueblo también fue culpable. El pueblo que quería a Guiteras. El pueblo que quería a Chibás. El pueblo que aplaudía a Pardo Llada. El pueblo que compraba Bohemia, porque Bohemia era vocero de ese pueblo. El pueblo que acompañó a Fidel desde Oriente hasta el campamento de Columbia. Fidel no es más que el resultado del estallido de la demagogia y de la insensatez. Todos contribuimos a crearlo. Y todos, por resentidos, por demagogos, por estúpidos o por malvados, somos culpables de que llegara al poder. Los periodistas que conociendo la hoja de Fidel, su participación en el Bogotazo Comunista, el asesinato de Manolo Castro y su conducta gansteril en la Universidad de la Habana, pedíamos una amnistía para él y sus cómplices en el asalto al Cuartel Moncada, cuando se encontraba en prisión.
Fue culpable el Congreso que aprobó la Ley de Amnistía (la cual sacó a Castro de la prisión tras el ataque al Cuartel Moncada). Los comentaristas de radio y televisión que la colmaron de elogios. Y la chusma que la aplaudió delirantemente en las graderías del Congreso de la República.
Bohemia no era más que un eco de la calle. Aquella calle contaminada por el odio que aplaudió a Bohemia cuando inventó «los veinte mil muertos». Invención diabólica del dipsómano Enriquito de la Osa, que sabía que Bohemia era un eco de la calle, pero que también la calle se hacía eco de lo que publicaba Bohemia.
Fueron culpables los millonarios que llenaron de dinero a Fidel para que derribara al régimen. Los miles de traidores que se vendieron al barbudo criminal. Y los que se ocuparon más del contrabando y del robo que de las acciones de la Sierra Maestra. Fueron culpables los curas de sotanas rojas que mandaban a los jóvenes para la Sierra a servir a Castro y sus guerrilleros. Y el clero, oficialmente, que respaldaba a la revolución comunista con aquellas pastorales encendidas, conminando al Gobierno a entregar el poder.
Fue culpable Estados Unidos de América, que incautó las armas destinadas a las fuerzas armadas de Cuba en su lucha contra los guerrilleros.
Y fue culpable el State Department, que respaldó la conjura internacional dirigida por los comunistas para adueñarse de Cuba.
Fueron culpables el Gobierno y su oposición, cuando el diálogo cívico, por no ceder y llegar a un acuerdo decoroso, pacífico y patriótico. Los infiltrados por Fidel en aquella gestión para sabotearla y hacerla fracasar como lo hicieron.
Fueron culpables los políticos abstencionistas, que cerraron las puertas a todos los cambios electoralistas. Y los periódicos que como Bohemia, les hicieron el juego a los abstencionistas, negándose a publicar nada relacionado con aquellas elecciones.
Todos fuimos culpables. Todos. Por acción u omisión. Viejos y jóvenes. Ricos y pobres. Blancos y negros. Honrados y ladrones. Virtuosos y pecadores. Claro, que nos faltaba por aprender la lección increíble y amarga: que los más «virtuosos» y los más «honrados» eran los pobres.
Muero asqueado. Solo. Proscrito. Desterrado. Y traicionado y abandonado por amigos a quienes brindé generosamente mi apoyo moral y económico en días muy difíciles. Como Rómulo Betancourt, Figueres, Muñoz Marín. Los titanes de esa «Izquierda Democrática» que tan poco tiene de «democrática» y tanto de «izquierda». Todos deshumanizados y fríos me abandonaron en la caída. Cuando se convencieron de que yo era anticomunista, me demostraron que ellos eran antiquevedistas. Son los presuntos fundadores del Tercer Mundo. El mundo de Mao Tse Tung.
Ojalá mi muerte sea fecunda. Y obligue a la meditación. Para que los que puedan aprendan la lección. Y los periódicos y los periodistas no vuelvan a decir jamás lo que las turbas incultas y desenfrenadas quieran que ellos digan. Para que la prensa no sea más un eco de la calle, sino un faro de orientación para esa propia calle. Para que los millonarios no den más sus dineros a quienes después los despojan de todo. Para que los anunciantes no llenen de poderío con sus anuncios a publicaciones tendenciosas, sembradoras de odio y de infamia, capaces de destruir hasta la integridad física y moral de una nación, o de un destierro. Y para que el pueblo recapacite y repudie esos voceros de odio, cuyas frutas hemos visto que no podían ser más amargas.
Fuimos un pueblo cegado por el odio. Y todos éramos víctimas de esa ceguera. Nuestros pecados pesaron más que nuestras virtudes. Nos olvidamos de Núñez de Arce cuando dijo:
Cuando un pueblo olvida sus virtudes, lleva en sus propios vicios su tirano.
Adiós. Éste es mi último adiós. Y dile a todos mis compatriotas que yo perdono con los brazos en cruz sobre mi pecho, para que me perdonen todo el mal que he hecho.
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