mardi 31 décembre 2013

Por qué soy anarcocapitalista

Mises Hispano, 13 Diciembre, 2013

Muchísima gente (más que nunca, probablemente) se describe hoy como defensora del libre mercado, a pesar de la incansable propaganda contra él. Y eso es estupendo. Sin embargo estas declaraciones de apoyo están seguidas por el inevitable pero: pero necesitamos un gobierno que proporcione seguridad física y resuelva disputas, los servicios más críticos.

Casi sin pensar, gente que en otros casos apoya el mercado quiere asignar al gobierno la producción de los bienes y servicios más importantes. Muchos están a favor de un gobierno o un monopolio delegado por el gobierno en la producción de dinero y todos apoyan un monopolio público en la producción de derecho y servicios de protección.
No quiero decir que esta gente sea estúpida o tonta. Casi todos hemos pasado por un periodo de gobierno limitado (o “minarquista”) y simplemente nunca se nos ocurrió examinar de cerca nuestras premisas.
Para empezar, unos pocos principios económicos básicos tendrían que hacernos reflexionar antes de que supongamos que la actividad del gobierno es recomendable:

  • Los monopolios (de los que el propio gobierno es un ejemplo de primer nivel) llevan con el tiempo a precios más altos y peor servicio.
  • El sistema de precios del libre mercado está dirigiendo constantemente recursos a un patrón tal que los deseos de los consumidores se atienden de la forma menos costosa en términos de oportunidades perdidas.
  • El gobierno, por el contrario no puede “gestionarse como una empresa”, como explicaba Ludwig von Mises en Burocracia. Sin las pruebas de pérdidas y ganancias, una agencia pública no tiene idea de qué producir, en qué cantidad, en qué lugar, usando qué métodos. Todas sus decisiones son arbitrarias.
En otras palabras, cuando se refiere a la provisión pública de cualquier cosa, tenemos buenas razones para esperar mala calidad, precios altos y asignación arbitraria y despilfarro de recursos.
Hay muchas más razones por las que el mercado, la arena de interacciones voluntarias entre individuos, merece el beneficio de la duda por encima del estado y por qué no tendríamos que suponer que es indispensable sin investigar primero seriamente en qué medida el ingenio humano y las armonías económicas del mercado pueden arreglárselas sin él. Por ejemplo:
  • El estado adquiere sus ingresos atacando a individuos pacíficos.
  • El estado anima a la gente a creer que hay dos tipos de reglas morales: unas que aprendemos como niños, incluyendo la abstención de violencia y robo, y otra que se aplica solo al gobierno, que es el único que puede atacar a individuos pacíficos de todas las maneras posibles.
  • El sistema educativo, que los gobiernos invariablemente llegan a dominar, anima a la gente a considerar la depredación del estado como moralmente legítima y el mundo del intercambio voluntario como moralmente sospechoso.
  • El sector público está dominado por intereses concentrados que (no creo que “intereses” deba tomarse como significando personas) cabildean en busca de beneficios especiales a costa del público general, mientras que el éxito en el sector privado proviene solo de agradar al público general.
  • El deseo de agradar a los grupos de presión casi siempre supera al deseo de agradar a la gente a la que le gustaría ver reducido el gasto público (y resulta que la mayoría de esta gente solo quiere que se reduzca marginalmente en todo caso).
  • En Estados Unidos, el poder judicial ha estado dictando sentencias absurdas, con poca o ninguna relación con el “propósito original”, durante más de dos siglos.
  • Los gobiernos enseñan a sus súbditos a agitar banderas y cantar canciones en su honor, contribuyendo así a la idea de que resistir a sus expropiaciones y enormidades es traición.
Esta lista puede continuar eternamente.
Es verdad que es incomprensible que la gente no pueda entender cómo el derecho, que suponen que debe proporcionarse de arriba abajo, podría generarse en ausencia de estado, aunque hay muchas buenas obras históricas demostrando precisamente esto. Pero si el gobierno ha monopolizado históricamente la producción de cualquier bien o servicio, escucharíamos objeciones aterradas a la privatización de ese bien o servicio. Por ejemplo, si el gobierno hubiera monopolizado la fabricación de bombillas, se nos habría dicho que el sector privado es imposible que fabrique bombillas. El sector privado no produciría el tamaño o los vatios que quiere la gente, insistirían los críticos. El sector privado no fabricaría bombillas especiales con solo un mercado limitado, ya que habría poco beneficio en él. El sector privado fabricaría bombillas peligrosas o explosivas. Y así sucesivamente.
Como siempre hemos vivido con bombillas privadas, estas objeciones nos parecen risibles. Nadie querría ninguno de los escenarios sobre los que nos advierten estos hipotéticos críticos, así que el sector privado evidentemente no las fabricaría.
El hecho es que las fuentes de derecho en competencia han estado lejos de ser poco comunes en la historia de civilización occidental. Cuando el rey empezó a monopolizar la función legal, lo hizo no por algún deseo abstracto de establecer un orden, que ya existía, sino porque recaudaba tasas cuando se atendían los casos en los tribunales reales. Las ingenuas teorías del interés público del gobierno, que ninguna persona sensata cree en cualquier otro contexto, no se convierten de repente en convincentes en este caso.
A Murray N. Rothbard le gustaba citar a Franz Oppenheimer, que identificaba dos formas de adquirir riqueza. El medio económico a la riqueza implica enriquecerse por intercambio voluntario: creando algunos bienes y servicios por los que otra gente pague voluntariamente. Los medios políticos, decía Oppenheimer, implican “la apropiación no correspondida del trabajo de otros”.
¿Cómo vemos el estado los que estamos en el bando rothbardiano? No como el indispensable proveedor de ley y orden u otros llamados “bienes públicos”. (De todas formas toda la teoría de los bienes públicos está cuajada de mentiras). El estado es más bien una institución parasitaria que vive de la riqueza de sus súbditos, ocultando su naturaleza anti-social y depredadora bajo una apariencia de interés público. Es, como decía Oppenheimer, la organización de los medios políticos para la riqueza. “El estado”, escribía Rothbard,
es la organización en la sociedad que trata de mantener un monopolio del uso de la fuerza y la violencia en un área territorial concreta; en particular, es la única organización en la sociedad que obtiene sus ingresos, no por contribución o pago voluntario por servicios prestados, sino por coacción. Mientras otros individuos e instituciones obtienen su renta produciendo bienes y servicios y vendiendo pacífica y voluntariamente estos bienes y servicios a otros, el Estado obtiene sus ingresos por el uso de coacción; es decir, por el uso de la amenaza de cárcel y de bayonetas. Tras haber usado la fuerza y la violencia para obtener sus ingresos, el Estado continúa regulando y dictando las demás acciones de sus súbditos individuales. (…) El estado proporciona una vía legal, ordenada y sistemática de robo de la propiedad privada; hace cierta, segura y relativamente “pacífico” el sustento de la casta parasitaria en la sociedad. Como la producción debe siempre preceder al robo, el libre mercado es anterior al Estado. El Estado nunca fue creado por un “contrato social”: siempre ha nacido de la conquista y la explotación.
Pero si es verdadera esta descripción del estado, y creo que tenemos buenas razones para creer que lo es, ¿es posible o incluso deseable limitarlo? Antes de rechazar de inmediato la posibilidad, ¿tendríamos que considerar al menos si podríamos ser capaces de vivir completamente sin él? ¿Podría el libre mercado, la arena de la cooperación voluntaria, ser realmente el gran motor de la civilización que por otro lado sabemos que puede ser?
Volvamos a la Constitución y a los Padres Fundadores, dice la gente. Sería sin duda una mejora, pero la experiencia nos ha enseñado que el “gobierno limitado” es un equilibrio inestable. A los gobiernos no les interesa estar limitados, cuando pueden expandir su poder y riqueza aumentando su poder.
La próxima vez que os veáis insistiendo en que necesitamos mantener limitado al gobierno, preguntaos por qué nunca es así. ¿Tal vez estéis persiguiendo una quimera?
¿Qué pasa con “el pueblo”? ¿Puede confiarse en que mantenga un gobierno limitado? La respuesta a esa pregunta está a vuestro alrededor.
Al contrario que el minarquismo, el anarcocapitalismo no da expectativas no razonables al público. El minarquista tiene que pensar cómo convencer al público de que aunque el estado tenge el poder general de redistribuir riqueza y financiar bonitos proyectos que gustan a todos, en realidad no debería hacerlo. El minarquista tiene que explicar, uno por uno, los problemas con todas y cada una de las intervenciones públicas concebibles, mientras entretanto la clase intelectual, las universidades, los medios de comunicación y la clase política se combinan contra él para transmitir el mensaje opuesto.
En lugar de requerir las infructuosas tareas de enseñar a todos qué tienen de malo las subvenciones agrarias, qué tienen de malo los rescates de la Reserva Federal, qué tiene de malo el complejo militar-industrial, qué tienen de malo los controles de precios, en otras palabras, en lugar de tratar de enseñar a todos los estadounidenses el equivalente a tres cursos universitarios de economía, historia y filosofía política, la sociedad anarcocapitalista solo reclama a la gente que reconozca las ideas morales básicas comunes para casi todos: no dañar a gente inocente y no robar. Todo en lo que creemos deriva de estos sencillos principios.
Hay una enorme literatura que se ocupa de las objeciones más frecuentes y evidentes, por ejemplo ¿No descendería la sociedad a una lucha violenta al luchar por el territorio las bandas armadas? ¿Cómo se resolverían las disputas si mi vecino elige un árbitro y yo elijo otro? Un breve artículo no puede responder a todas las objeciones, así que os remito a esta bibliografía comentada del anarcocapitalismo reunida por Hans-Hermann Hoppe.
Hay un chiste que se ha estado contando durante los últimos años: ¿cuál es la diferencia entre un minarquista y un anarquista? Respuesta: seis meses. Si valoráis los principios, la coherencia y la justicia y os oponéis a la violencia, el parasitismo y el monopolio, puede que ni siquiera necesitéis tanto. Empezad a leer y ved a dónde os llevan estas ideas.

Publicado el 4 de diciembre de 2013. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.

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