Quién lo diría: Cuba ha terminado por convertirse en una Isla soñada. Una especie de terreno surreal, conformado por las voces que escapan de ella y las voces de quienes han escapado. Por extraño que resulte, rara vez estas voces, las de dentro y las de fuera, convergen.
Cuba ha terminado por convertirse en un paisaje contradictorio. De ahí que resulte tan difícil, por momentos imposible, explicar a quienes nunca han pegado pie en ese angosto terreno a mitad del Caribe, lo que sucede allí dentro. (Esto, a su vez, sí explica los altísimos niveles de turismo que sigue exhibiendo la Isla castrense: Bienvenidos a Jurassic Park.)
Para ese limitado número de emigrados que admite haber abandonado el país por razones políticas (la inmensa mayoría rehuye del término como de la peste bubónica: “yo emigré por razones económicas”), el paisaje se podría describir así: una Cuba de once millones de víctimas y dos victimarios. Dos Castro y un pobre pueblo bajo sus botas.
Recompongamos mejor la imagen: ¿cuántos victimarios admite un cubano exiliado para explicar la dictadura caribeña? ¿Veinte militares junto a los Castro? ¿El Comité Central del Partido todo? Aventuremos un número generoso: cien represores. Doscientas botas aplastando al pueblo cubano.
La escena sigue sin convencer. Demasiado pueblo ingenuo, sufrido, víctima, receptor de golpes y prohibiciones, para tan pocos verdugos.
Yo, como León Felipe, sé pocas cosas, es verdad, digo solo lo que he visto, pero jamás ví a Fidel ni a Raúl Castro estrenarse en un acto de repudio. Jamás ví a Ramiro Valdés, a Esteban Lazo o a José Ramón Machado Ventura ante las casas de Laura Pollán o Berta Soler. No ví, siquiera, a ninguno de los diligentes primeros secretarios del Partido de ninguna de las provincias, honrando a uno de estos pogromos tropicales con su excelsa presencia.
Por el contrario: ví pueblo. Ví, digamos, doscientos integrantes de ese paisaje sufrido que muchos se figuran de este lado del mar, bailando un caluroso regueton frente a las puertas de alguna Dama de Blanco, y de vez en vez, entre pieza y pieza, lanzando un par de pedradas, otro par de insultos, antes de volver a la cumbancha.
Yo he visto a Fidel y a Raúl Castro recorrer el malecón con sus ridículas banderitas en la mano. Eso sí. Y un millón de habaneros detrás. Mejor escolta imposible.
Las cámaras aéreas agradecen el festín.
Una escolta variopinta: hipócritas, doble caras, temerosos, amenazados, fiesteros que desfilan como quien baila, revolucionarios que desfilan como quien salva la Patria, desinteresados, amas de casa y segurosos camuflados de pueblo. Todos, coreando vivas a la Revolución, pa´lo que sea Fidel y el que no salte es yanki.
En la postal amarga que tantos cubanos exiliados describen, hay un problema de proporciones. Cuando se habla de “el pueblo cubano”, a estas alturas ya no se sabe. El país anhelado se ha confundido con el país de carne y hueso. El deseo ha suplantado a la realidad. No es creíble.
Por cada opositor digno hay tres informantes en su cuadra, cinco más dispuestos a serlo, diez listos para romperle las costillas en caso necesario, veinte a quienes no les molestaría gritarle un par de ofensas de manual, y cien apáticos.
Cuando cualquier celular, cualquier cámara improvisada o cámara profesional, me invierta algún día las proporciones, el espejismo se vendrá abajo estruendosamente.
Cuando las Damas de Blanco sean las que rodeen al puñado de represores que les gritan mercenarias, cuando el número contable (de tan exiguo) no sea el de los libertarios sino el de los liberticidas, Cuba dejará de ser un sinsentido universal.
Entre tanto, mi país gana por día la fuerza de un enloquecido cuadro de Dalí, un arrebato poético de Bretón, un enigma difícil de explicar, que algunos falsean como una nana compasiva. Quién nos lo iba a decir.
Autor : ERNESTO MORALES | Fecha: 25/12/2012 | Actualizado: 25/12/2012 4:21 PM EST
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