Todos los años por estos días los cubanos volvemos a meditar y a opinar sobre nuestra breve democracia republicana (1902-1959) que daría paso a la más larga tiranía hemisférica que casi ha durado lo mismo. Y de nuevo, dentro y fuera de Cuba, se publican artículos conmemorativos, crónicas y hasta auténticos ensayos sobre el tema. Estos textos van desde la apología sin fisuras hasta la crítica más acerba. Para algunos, el orden institucional cubano previo a la revolución era casi un dechado, aunque hubiera políticos corruptos; para los que están en el otro extremo (los voceros oficiales del castrismo, por ejemplo) el mote de “pseudorrepública”, sigue aplicándose como concepto abarcador de la vida y valores que antecedieron a la gestión totalitaria, si bien con menos convicción en los últimos tiempos.
Yo comparto la tesis de Leví Marrero de que la nación cubana era aún, en el momento del colapso de la república, un proyecto en desarrollo o en ascenso y, en consecuencia, sus instituciones constituidas adolecían de una necesaria precariedad. A esta flaqueza se fue sumando una degradación del espíritu cívico, una relajación de los criterios normativos y un rebajamiento de los estamentos jerárquicos en que se sostiene cualquier organización social. Socavaban estos naturales soportes, obrando mancomunadamente, cierto nivel de corrupción de la clase política y el mito de la Revolución, con el agravante de que a veces la corrupción y el espíritu revolucionario coincidían en los mismos individuos.
Decía Orestes Ferrara –que participó en nuestra última guerra de Independencia y que luego desempeñó un destacado papel en la república– que los políticos cubanos surgidos de la lucha contra España eran hombres con una gran pureza de ideales. Yo no me atreveré a contradecirlo pero es el propio Ferrara quien registra, en el texto de sus memorias, las graves alteraciones que ya aquejaban a la gestión pública desde el mero comienzo. Es la tozudez y la soberbia de Tomás Estrada Palma, hombre por lo demás ejemplar, quien –al respaldar los fraudes e intimidaciones que llevó a cabo su partido para reelegirlo en 1906– provocó nuestra primera guerra civil. Esta crisis se repetirá, con mayor gravedad en 1917 y de nuevo en 1933 cuando, con el derrocamiento de Gerardo Machado, se quiebra el orden institucional y los revolucionarios asaltan el poder. Lo demás algunos lo juzgan como secuela.
La relativa precariedad de las instituciones y la Revolución como ideología política del último cuarto de siglo que antecede al castrismo explican un poco lo que vino después, pero en nada lo justifican. A pesar de que hubiera corrupción administrativa, el país prosperaba en todos los órdenes, y aunque se practicara la demagogia y el favoritismo políticos, la democracia se arraigaba. Éramos más adelantados que la gran mayoría de los países de América Latina (preciso es decirlo) y nuestros “dictadores” no tenían parecido con los que habían asolado el continente desde el primer día de la independencia. En esos 57 años de experiencia republicana, no tuvimos nada parecido a Rosas (Argentina), ni al tenebroso Dr. Francia (Paraguay) ni a Juan Vicente Gómez (Venezuela), ni a Porfirio Díaz (México) ni a Trujillo (República Dominicana) ni a Somoza (Nicaragua).
¿Por qué esta excepcionalidad nuestra habiendo padecido el despotismo colonial por mucho más tiempo que otros países de la región y sin que nos faltaran caudillos en el bando insurgente? La diferencia está, en mi opinión, en nuestra especial relación con Estados Unidos, donde vivió y se educó la clase política cubana que fundó la república, y la providencial intervención estadounidense al final de una guerra devastadora. Otros juzguen como humillante la intervención y culpen a la calumniada Enmienda Platt de nuestros vaivenes políticos. Yo creo que los cubanos tuvimos la inmensa suerte de nacer a la vida internacional con esa oportuna partera que fue la intervención. A ella debemos lo mejor de nuestros hábitos democráticos y los adelantos que nos distinguieron. Los vicios eran nacionales. Sin los americanos en la fórmula hubiéramos estado infinitamente más atrasados y, políticamente, habríamos sido mucho peores.
El castrismo es precisamente la reafirmación de los más graves defectos autóctonos. Se nos propuso, con estulta soberbia, como expediente de autoafirmación frente a una presunta insolencia extranjera, y lo único que ha conseguido es la destrucción física del país y el envilecimiento de su pueblo. La república surgida el 20 de mayo de 1902 fue, por el contrario, el resultado de la inteligencia y el tacto para saber aprovechar las ventajas de vivir en el traspatio de un vecino rico, poderoso y magnánimo. Fue lo mejor que pudimos tener dados nuestros orígenes. Lástima que la lanzaran por la borda en un acto de colectiva insensatez.
Vicente Echerri
Nueva York
Foto: Máximo Gómez y Leonard Wood, en el momento de izar la bandera cubana el 20 de mayo de 1902.
* Esta columna de opinión fue publicada hoy en El Nuevo Herald.
Venga ya...Estoy por la democracia para Cuba pero ya estoy cansado del excesivo catastrofismo con que se describe la situación de nuestra nación.Viajes un poco fuera de vuestros paises informense mejor.Ha cantidad de paises que son democráticos y que qué les vale.Hundidos están en violencia,miseria,corrupción....Esto lo pongo aquí y lo pondré en el Hherald igual
RépondreSupprimerquerido amigo , si en algo no le falta razón es que la independencia no ha traído las promesas soñadas...
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