Mildred de la Torre Molina
Después de 112 años del nacimiento del Partido Liberal, devenido en autonomista en 1881, se regresa a una antiquísima polémica. Sin embargo, no debe asombrar porque se sabe que los temas sobre el pasado resultan recurrentes según el desenvolvimiento de los procesos políticos del presente.
La cuestión radica en la esencia de los caminos actuales hacia la independencia. La globalización, como quiera verse, tiene sus propias exigencias históricas. Destruir a las patrias –entiéndase naciones–; a los liderazgos políticos –léase revoluciones–; a las nacionalidades –interpréteseidentidad cultural–, y a las reafirmaciones de ser para sí, para conquistar un espacio en el mundo, constituyen las quimeras de los que pretenden imponer un nuevo sistema de dominación colonial. Para los pensadores de semejante engendro y sus partidarios, cualquier fórmula pasada o presente alineada al reformismo sin soberanía nacional es bienvenida.
La historia de Cuba no los beneficia. Es una historia cargada de revoluciones independentistas y acciones anticolonialistas. Pero como constituye el sustrato cultural por excelencia y a ella hay que acudir para enfrentar los grandes retos de la contemporaneidad, necesariamente debe hurgarse en sus aconteceres y realidades para desbrozar los caminos del presente.
Desde el centenario de 1898 hasta la actualidad, no cesan los argumentos defensores del viejo proyecto autonomista. Sobre el particular he escrito en varias oportunidades, pero como el debate continúa retomo el tema aunque, por razones de espacio, no es factible hacer un exhaustivo análisis.
Tanto algunos historiadores españoles como determinados publicistas cubano- norteamericanos constituyen los protagonistas de la nueva defensa autonomista. Aunque los argumentos son similares y reiterativos, debe reconocerse que los últimos son más agresivos y sus diatribas contra el pensamiento revolucionario e independentista son evidentemente más políticas que académicas. Sin embargo, a juzgar por sus contenidos y propósitos, ambos grupos devienen en defensores de la llamada transición pacífica política en Cuba. Transición que no es otra que la del socialismo hacia el capitalismo. Obviamente, el llamado argumento histórico no puede ser otro que el del autonomismo, cuyo propósito fue mantener la dominación colonial bajo un supuesto estatus renovado y moderno o el de la evolución pacífica del colonialismo hacia una república dependiente de España o de los Estados Unidos. Eso es bien sabido e historiográficamente comprobado, aunque algunos de los nuevos autonomistas digan lo contrario.
Los principales personajes de origen cubano adheridos a la obsoleta fórmula autonomista y vehementes críticos de la historiografía marxista actual, fundamentalmente de los que nos hemos especializado en la historia política de Cuba en el siglo XIX, son Rafael Rojas, Vicente Echerri y Rafael E. Tarragó, entre otros. Recientemente el intelectual cubano Eliades Acosta Matos respondió a un publicista español de poca monta, llamado José Ramón Morales, defensor de la anexión de Cuba a España bajo el eufemismo de un régimen autonómico. Los argumentos de Eliades no requieren comentarios porque son lo suficientemente sólidos como para ridiculizar a este nuevo vocero del ostracismo ideológico. El lector puede leerlo en http://www.cubadebate.cu bajo el título de Cuba española y el autonomismo zombie, publicado el pasado 18 de marzo.
Baste señalar solamente que esta antiquísima propuesta reconoce que sólo perdiendo la nacionalidad y dejando de ser un país independiente se puede arrasar con el proceso revolucionario. Luego entonces, reconoce que la Revolución Cubana es la culminación de nuestros sueños independentistas y que únicamente si desapareciera la condición soberana de este país se podría regresar al capitalismo. La oferta, expresada abierta y desenfadadamente, es la de convertirnos en colonia española o norteamericana. El lenguaje sutil quedó atrás para dar paso al desenfado y la insolencia. Después de todo, es mejor darse a conocer tal y como se es, sin demagogias y falsas promesas.
Hasta los finales de la década del noventa del pasado siglo, los detractores de la Revolución intentaron demostrar que la república del capitalismo constituyó el ideal o el proyecto político –pese a sus deficiencias– de los mambises cubanos. Las figuras de nuestros próceres independentistas fueron situadas al mismo nivel que la de los autonomistas. Tan patriotas eran unos como otros. Así los ubicó la historiografía de esa república. Repetían una y otra vez que cubanos eran todos bajo un mismo ideal separatista. La diferencia radicaba en los métodos empleados.
Unos creían en la guerra necesaria y otros en la evolución pacífica. Unos estaban convencidos de que sólo por la fuerza podía destruirse el poder colonial en Cuba y que España jamás cedería a los cubanos la soberanía del país, mientras que otros anhelaban la anexión a los Estados Unidos o el régimen autonómico como alternativa transitoria –o definitiva– hasta la instauración del régimen republicano. Lo cierto es que los reacios a la lucha armada, al menos en su mayoría, evidenciaron su desconfianza en la capacidad de los pueblos para decidir sobre sus destinos políticos y reiteraban la necesidad de educar progresivamente a los nacidos en Cuba en la gobernabilidad de la nación. Los ilustrados señores de la palabra y la escritura temían al radicalismo revolucionario de quienes ofrendaban su sangre en los campos de batalla. Desconocían que sólo la vida se entrega a la muerte cuando está avalada por ideales y pensamientos. Ignoraban la capacidad de resistencia de un pueblo que pudo sostener denodadamente diez años de enfrentamiento armado contra una de las más poderosas potencias europeas de la época. Los renombrados intelectuales de la autonomía despreciaban a los hijos directos de la esclavitud, a los pobres de los campos de labor, a los poetas de las revoluciones y a los sabios convencidos de que la independencia no era un mero cambio de gobernantes, sino la transformación radical de la sociedad cubana.
Después de la caída del muro de Berlín, la destrucción del campo socialista y el sostenimiento de la Revolución Cubana pese a todos los pronósticos del neoliberalismo, la ofensiva político-historiográfica de la reacción cambió de rumbo. Comenzó a expresarse en términos tales como que el proceso social iniciado a partir de 1959 destruyó la obra de los más grandes políticos republicanos; Cuba fue una maravilla de país hasta 1959; Batista es un héroe y mártir de las injusticias e incomprensiones de los revolucionarios de hoy, por el contrario, su obra dignificó a los cubanos; los asesinos no eran tales, sino grandes guardianes del orden y la justicia y actuaron para preservarnos de los bandidos y maleantes revolucionarios; la culpa de las muertes recae en quienes trataron de cambiar por la fuerza el sistema respaldado por la mayoría de los cubanos; fue un grupo de facinerosos los causantes de la revolución y demás barbaridades indignas de comentarios decentes.
Además de continuar con tan falaces argumentos, se agrega el de la supuesta equivocación de la revolución emancipatoria mambisa. Los protagonistas de tan sórdida idea son en su mayoría asalariados de universidades e instituciones estatales, fundamentalmente de Estados Unidos. A dicho error se le contrapone la propuesta del gobierno autonómico.
Lo primero que salta a la vista es el reconocimiento tácito de que los revolucionarios de la Cuba socialista somos herederos de los treinta años de la revolución independentista; que los ideales políticos sustentadores de los actuales derroteros del país están en José Martí y demás pensadores cuyas obras y conductas posibilitaron la fundación y cristalización de la nación cubana; que sus postulados continuaron en el duro batallar antimperialista del siglo XX y alcanzaron su más alto nivel de expresión en los derroteros del actual proceso revolucionario. De ahí la ofensiva contra los principios que sostienen al sistema político actual de Cuba. Hay mucha derrota, frustración, rabia y amargura en sus exponentes, a la vez que denotan su ausencia de valores morales y patrióticos, así como sus conversiones en colonialistas y anexionistas, si es que alguna vez no lo fueron. Se puede vivir fuera de Cuba y continuar amándola, pero desde el momento que se pretende denigrarla, ofendiendo a su historia, se deja de ser cubano para convertirse en su enemigo.
Un nítido representante de los detractores de la historia independentista de Cuba es el cubano-norteamericano Rafael E. Tarragó, bibliotecólogo de la Universidad de Minnesota, Minneapolis, investigador y ensayista, cuyos artículos, publicados fundamentalmente en El Nuevo Herald, así como sus ponencias a eventos internacionales celebrados en España de 1998 en adelante, son conocidos en el ámbito académico y científico cubanos. Todo cuanto ha escrito y dicho ha sido para defender la transición pacífica en Cuba hacia el capitalismo, defendiendo al autonomismo como lo que es, su único frustrado antecedente histórico.
En un reciente artículo publicado el 15 de marzo de 2010 en dicho periódico miamense, resumen de otro mayor dado a la publicidad por la revista española Arbor en febrero del pasado año bajo el título La Guerrade Martí y sus consecuencias, Tarragó se revela no como un neo autonomista, sino como un integrista de los tiempos de las revoluciones independentistas.
Desconocedor de las fuentes utilizadas e interpretadas por la actual historiografía cubana y basándose en las publicaciones tradicionales y conservadoras de la década del ‘50, el bibliotecario defiende, una vez más, al autonomismo como régimen y doctrina viables en la Cuba de la segunda mitad del XIX. Sus argumentos son los mismos de los viejos autonomistas, no existe una idea diferente. Solamente emplea, fuera de contexto, algunos criterios favorables de Enrique Collazo al régimen autonómico de 1898, sin señalar su carácter opositor a la intervención norteamericana, a los gobernantes estadounidenses y a los anexionistas. Presenta a un Collazo enfrentado a Martí y no al vehemente revolucionario que fue. Vale preguntarse las causas de semejante manipulación de la historia.
Una vez más, para demostrar la inoperancia de la guerra necesaria y criticar al fundador del Partido Revolucionario Cubano, Tarragó enumera, sin ocultar su desmedida admiración por los gobernantes españoles en la Isla, la política de reformas implantada en la colonia a partir del Pacto del Zanjón. Las medidas adoptadas, altamente conocidas, incluyeron las leyes de reuniones (15 de junio de 1881), de asociación (13 de junio de 1881), de libertad de imprenta (7 de enero de 1879), entre otras. Igualmente intentó, sin éxito alguno, la justificación de los planes de Antonio Maura en 1893 y el de Romero Abárzuza en 1894. Por su parte, el proceso electoral, basamento y fuente nutriente de los partidos políticos legalizados, careció de libertad hasta el extremo de que el denominado sufragio universal no pudo ponerse en vigor hasta 1894, a pocos meses del reinicio de la guerra por la independencia nacional.
Las múltiples limitaciones impuestas por las leyes electorales y sus disposiciones y decretos trajeron como resultado que, a lo largo del período, sólo el 4% de la población blanca, solvente y libre de antecedentes penales, pudiese votar, pero lo interesante es que únicamente lo ejerció el 2% de los autorizados, es decir, la mitad se abstuvo. Sobre este particular no habla Tarragó. Como tampoco menciona el conjunto de protestas presentado por los propios autonomistas y no pocos integrantes de otros partidos tales como el Unión Constitucional y el Reformista. Tarragó defiende lo indefendible por los anti-independentistas de la época. Ni siquiera ellos creyeron en las reformas coloniales y no pocas veces, por criticarlas y considerarlas insuficientes, sufrieron cárcel, críticas públicas y advertencias por parte de las autoridades insulares. Entre los méritos de los opositores legales –porque los revolucionarios no pudieron serlos, entre ellos los autonomistas, estuvieron sus continuas denuncias a la corrupción político-administrativa reinante en todos los niveles del Estado; los constantes fraudes electorales; la carencia de libertades individuales, incluyendo la de la expresión pública o de imprenta, y el sectarismo oficial, siempre favorecedor a los españoles en detrimento de los cubanos, para la obtención de cargos políticos públicos. Cabe preguntarse de dónde se informó Tarragó de que la mayoría de los cubanos estaban conformes con el estatus colonial.
El bibliotecario argumenta que los autonomistas deseaban la independencia mediante la lógica evolución del régimen autonómico hacia el sistema republicano. Se olvida que sólo una parte de la Junta Central del Partido Liberal –la más exigua– creyó en dicha posibilidad: José Antonio Cortina, Miguel Figueroa, Enrique José Varona durante su breve estancia como miembro de la Junta Central y José del Perojo. También es cierto, que no pocos integrantes de las juntas provinciales y locales del partido, sobre todo los de las provincias orientales, utilizaron la legalidad del liberalismo para hacer propaganda opositora o conspirar contra el régimen colonial. También los hubo de derecha, que se cambiaron hacia el integrismo más exacerbado. Hubo autonomistas que aceptaron la intervención norteamericana y se adhirieron a la república como si siempre hubiesen sido sus partidarios. Se vio de todo, como suele ocurrir en el mundo de la política.
El aspecto más execrable desarrollado por el neo-integrista y autonomista de derecha Rafael E. Tarragó, es el relativo a la guerra innecesaria y a la figura del héroe nacional José Martí. El bibliotecario insulta su memoria cuando lo califica de retórico inclusivista y populista. Su “sabiduría”, basada en sus propios argumentos y no en fuentes documentales y bibliográficas, desconocedora del quehacer científico de los historiadores residentes en el país y nutrida de los impúdicos criterios de los españoles coloniales y sus acólitos de origen cubano, se trasluce en la afirmación de que Martí carecía de seguidores en la Isla. Vale preguntarse cómo pudo fundarse un Partido, expandir sus pensamientos y organizar uno de los movimientos revolucionarios más trascendentes de la historia sin respaldo popular alguno. Evidentemente, desconoce el papel de los pueblos en los grandes procesos socio-políticos e ignora el carácter y sentido histórico del liderazgo. Tarragó afirma, demostrando su total ignorancia de la obra martiana, que el Héroe Nacional no esbozó un programa republicano y que su endeble proyecto era el de una dictadura civil.
Por supuesto, ni remotamente ofrece elementos demostrativos de su macabra afirmación. Quien conoce, desde la enseñanza elemental hasta la universidad, los elementos constitutivos del pensamiento martiano, sabe que su premisa con todos y para el bien de todos –por sólo citar un ejemplo– se traducía en la existencia de una república totalmente inclusiva, es decir, democrática y participativa para todos los cubanos sin exclusiones clasistas. Habló de la libertad comercial y política con todo el mundo y no con una parte de él, rechazó las dependencias onerosas con determinados países y mercados, abogó por una nueva distribución de la riqueza para beneficio de las masas populares, un sistema político ciudadano, la educación masiva y gratuita, derechos y deberes para todos, en fin, de cuanto pueda existir en un estado soberano e independiente. Cualquiera sabe, hasta un niño de primaria, que Martí fue el más excelso demócrata de su tiempo.
Finalmente, Tarragó insulta, al estilo de los otrora integristas de la estatura de un Weyler –por quien el bibliotecario no oculta su admiración–, a nuestra historia y a su liderazgo patriota, al calificar las acciones de Máximo Gómez, Antonio Maceo y Calixto García y de los mambises, de cruentas y salvajes, injustas y destructivas. El bibliotecario exalta a la autonomía como un valladar civilizado frente a la muerte y la desolación provocada por quienes prefirieron alinearse a los Estados Unidos y darle la espalda a su madre patria.
Tarragó miente. Quien conoce la profundidad de los pensamientos del liderazgo mambí sabe que la guerra fue la inevitable opción para conquistar la independencia. Nadie la deseó ni la desea. Se respondió con las armas a quien durante cuatro siglos expolió a su colonia sin que ésta pudiese decidir, como país, su destino. Tarragó está tan distante de la verdad como lo están aquellos, que desde el norte, nunca quisieron la independencia de Cuba. La filosofía del bibliotecario es la de los vencidos, la de los que no perdonan la siempre heroica historia de Cuba. Sus pensamientos son los de los verdugos de la libertad.
¿Quien es esta papanatas? Una tipeja con nombre de chiste que escribe semejante mamotreto para no decir NADA. Porque a eso se puede resumir todo este engendro. Literariamente malisimo, pésima redacción, nula originalidad o ideas y NINGUN argumento. A parte de descalificar al prójimo por supuesto.
RépondreSupprimerQue no se queje si yo hago lo mismo, al menos lo hago breve.
Le dijeron que lo escribiera supongo, así funcionan los historiadores castristas, no importa la verdad sino que esta se ajuste a la ideología imperante... Lo pongo en blog para que se vea la indigencia de los argumentos como dice usted y porque pretendo compilar todo lo que se diga desde el punto de vista histórico (en bien o en mal) sobre este periodo de nuestra historia.
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