La posibilidad de reformar el diseño de España y la UE para federalizarlas de verdad está limitada tanto por factores económicos como por las consecuencias políticas de estrategias pasadas. Ese es el principal desafío
El País. PABLO BERAMENDI 29 OCT 2012 - 00:02 CET
La interminable crisis de la deuda y el auge independentista en Cataluña han provocado un redescubrimiento de las virtudes del federalismo. Desde Tocqueville a la moderna teoría económica, el federalismo se celebra como la mejor fórmula para garantizar gobiernos y mercados eficientes. Ciudadanos y empresas pueden limitar la tendencia de los gobiernos a crecer innecesariamente y despilfarrar en la compra de lealtades simplemente “votando con los pies”.
Bien diseñado, el federalismo no es sólo un pacto de lealtad entre partes que ceden soberanía. Es sobre todo un mecanismo de coordinación de esfuerzos frente a problemas comunes (normalmente exteriores, como las guerras), que genera economías de escala a la vez que permite gestionar de forma descentralizada las necesidades específicas de los distintos territorios. Precisamente por esta última característica, algunos especialistas argumentan que el federalismo es también la mejor manera de gestionar la estabilidad institucional en contextos multinacionales. (...)
Bien diseñado, el federalismo no es sólo un pacto de lealtad entre partes que ceden soberanía. Es sobre todo un mecanismo de coordinación de esfuerzos frente a problemas comunes (normalmente exteriores, como las guerras), que genera economías de escala a la vez que permite gestionar de forma descentralizada las necesidades específicas de los distintos territorios. Precisamente por esta última característica, algunos especialistas argumentan que el federalismo es también la mejor manera de gestionar la estabilidad institucional en contextos multinacionales. (...)
El federalismo surge como un contrato voluntario entre iguales, como un sacrificio de soberanía en pro de un bien político superior. En el caso de Estados Unidos, ese bien fue la defensa frente al expolio fiscal y militar. Una vez formada, la federación tarda muchas décadas en consolidarse, y lo hace en un contexto de tensión permanente entre sus miembros, con una guerra civil de por medio. Cuando llega la crisis del 29 y durante el período de entreguerras, la unión política no se cuestiona y la federación ajusta su diseño a la nueva realidad económica. Se avanza en la integración fiscal con la creación de la Seguridad Social y la expansión del sector público aun respetando la autonomía de los Estados (para diseñar sus propios sistemas de seguro de desempleo, por ejemplo).
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Hoy ni España ni la Unión Europea son federaciones en lo político. Además, presentan un alto grado de desigualdad entre sus territorios, y son muy heterogéneas en términos de identidades nacionales. En este contexto, la posibilidad de reformar el diseño de ambas para federalizarlas de verdad está limitada tanto por factores económicos como por las consecuencias políticas de estrategias pasadas. Ese es el principal desafío al que se enfrentan los que ven en el federalismo la solución a los problemas de España y Europa.
En el caso de España y Cataluña, tarde piace. Al escuchar a algunos dirigentes socialistas, uno se acuerda de Santa Bárbara. Si los partidos nacionales hubiesen aceptado en su momento una redefinición propiamente federal, es decir, un sistema que institucionaliza la capacidad de los territorios para influir la legislación y las políticas del gobierno central, y un reparto más justo de los recursos en la organización fiscal del Estado, la situación sería bastante diferente. En lugar de esta vía, la opción preferida siempre ha sido la de proteger el statu quo.
En España nadie quiere arriesgarse por el bien de un mejor diseño de la unión
Por su parte, la Unión Europea sigue atrapada en un conflicto entre aquellos que entienden la integración como austeridad para controlar la inflación y aquellos que demandan una mayor redistribución de recursos para favorecer el crecimiento y el empleo. Los primeros olvidan su pasado (no hace tanto que Alemania ignoró el Pacto de Estabilidad) y abrazan ahora la retórica de la eficiencia para negarse, desde su capacidad de veto, a socializar los riesgos propios de una unión monetaria económicamente tan heterogénea como la UE. Los segundos trampean, ahogados en una espiral en la que carecen de autonomía (monetaria o fiscal) al tiempo que se les niegan recursos para atender a una ciudadanía cada vez más cansada.
Como en España, donde la unión fiscal se ha reformado siempre a base de luchas y parches a corto plazo, nadie quiere arriesgarse por el bien de un mejor diseño de la unión. En ausencia de amenazas externas compartidas, las reglas de la democracia imponen la miopía, cercenando la posibilidad de intentar siquiera negociar un contrato federal justo. A pesar de sus muchas virtudes, el federalismo sin federalistas es un dibujo imposible.
Verdaderamente España de lo que adolece es de una verdadera Constitución adaptada a su realidad social, territorial y política. La que se hizo en el 78, se hizo por unas Cortes que no eran constituyentes, pensando sólo en contentar a los separatismos para no ir a una nueva guerra civily con el único objetivo de caminar hacía algo distinto al Franquismo sin saber muy bien que sería. Hoy tenemos el obsoleto estado de las Autonomías que ha sumido a España en el caos, la corrupción y la inoperancia estatal.
RépondreSupprimerUn saludazo.