Jorge Vilches García
La Revolución llega a Cuba
“¡Viva Prim! ¡Viva Cuba libre!”. Fueron estos los gritos que los enviados del general Prim propusieron a los hombres de Céspedes en febrero de 1868 para secundar a la Revolución que a no tardar estallaría en España. En Cuba levantarían juntas apoyando el movimiento de la metrópoli contra Isabel II. Una vez logrado el triunfo, la España revolucionaria otorgaría a Cuba una autonomía idéntica a la concedida por Inglaterra a Canadá o admitiría a la Isla como un Estado federal, si así convenía a la metrópoli y a la colonia. Los hombres de Céspedes, Rafael Masó, Francisco Javier de Céspedes y Julio Grave de Peralta, reunidos con los españoles en el hotel de Madama Adela en Santiago de Cuba el 27 de febrero de 1868, rechazaron la propuesta.
La Revolución en España tuvo lugar en septiembre de 1868, en Cádiz. La coalición revolucionaria, la reunión de todos los liberales -progresistas, unionistas y demócratas-, quiso levantar un régimen constitucional, con una nueva dinastía, que asentara la libertad. A la enorme dificultad que, en una España sin costumbres públicas liberales, tenía la consolidación de una Monarquía constitucional rodeada de instituciones democráticas, se le sumó la búsqueda de una dinastía que aceptara sustituir a otra derrocada, la rivalidad entre las fracciones de la coalición, la oposición violenta contra el nuevo régimen de republicanos y carlistas, y el levantamiento de partidas armadas contra España en Cuba.
La España del XIX era un país acostumbrado a revoluciones, algaradas e insurrecciones locales, resueltas casi siempre por la fuerza. Para la sociedad española de 1868 el levantamiento de Carlos Manuel de Céspedes no era sino una cuestión de orden público que solucionaría el Ejército. Las reformas económicas y administrativas, y el pleno goce de los derechos individuales que la Constitución española de 1869 podía proporcionar a Cuba no interesaban a los insurrectos de Céspedes, que unos meses antes habían elaborado su propia Constitución y proclamado la República cubana. Tampoco agradaban a los españoles en la Grande Antilla, los llamados peninsulares, que veían en las reformas una manera de aumentar la fuerza de un enemigo que la utilizaría para conseguir la independencia.
En la gestación de la insurrección cubana unos querían la independencia, otros la anexión a Estados Unidos y algunos forzar el reformismo proveniente de España para preparar la independencia. Es más, los objetivos políticos descritos en el Manifiesto de Céspedes del 10 de octubre de 1868, salvo su constitución en nación independiente, se podían cumplir dentro de la revolución española de ese año. No obstante, los cubanos rebeldes mostraron desde los primeros momentos su negativa a seguir siendo parte de España. Si el Gobierno español hubiera sustituido la fuerza por la política reformista no hubiera parado la guerra. Las medidas que los capitanes generales de Cuba tomaron contra los rebeldes no fueron distintas de las que legalmente tomó en la metrópoli el general Prim cuando se levantaron los carlistas en julio de 1869 y dos meses después los republicanos. La diferencia estuvo en que la carencia de medios de represión en Cuba alargó el conflicto y extremó el discurso y el comportamiento de los españoles en la Isla.
Cuba no está en venta
El general Prim, Presidente del Gobierno español y alma de la Revolución de 1868, conocía la situación de Cuba. Fue Capitán general de Puerto Rico en 1848, en los días en los que la liberación de los esclavos negros por la República francesa creó una difícil situación en las Antillas. La experiencia que atesoraba en conflictos internacionales -estuvo en la guerra de África (1859-1860) y comandó la expedición a México en 1861- y los planteamientos extremistas tanto de los independentistas cubanos como de los españoles en la Isla, del mismo modo que la mediación interesada de Estados Unidos, hicieron ver a Prim que la emancipación de Cuba no tardaría en llegar. Podía retrasarse la independencia con los mayores recursos militares españoles, o mejor, con los escasos medios de los rebeldes, pero la emancipación de la Isla debía ser un proceso protagonizado por España, que marcaría el cuándo y el cómo, para salvar la honra y la dignidad del país.
Ulysses S. Grant |
La cuestión de la esclavitud
La guerra se desarrollaba en el Oriente de la Isla y en Camagüey, lugares caracterizados por su atraso económico, sus pocos esclavos y la gran cantidad de negros y mulatos libres. En la parte occidental de Cuba, la sociedad criolla, la sacarocracia, basaba su sistema de producción en la esclavitud, a pesar de lo cual eran partidarios de una abolición indemnizada que dejara a los libertos bajo la custodia de su antiguo amo mientras “aprendían a ser libres”. Se trataba del método creado en Gran Bretaña en 1834, el apprenticeship, que daba a los amos toda la ventaja del trabajo asalariado ya que se les pagaba menos a los liberados de lo que costaba su manutención.
Céspedes mantuvo durante más de un año la idea de la abolición gradual y la pena de muerte para los que liberaran las “negradas” -en expresión del líder cubano-. Esta posición fue refrendada por la elaboración de un “Reglamento de libertos”. Los cubanos insurrectos comprendieron, por el desarrollo de la guerra, que a su bando debían sumarse los esclavos occidentales y los sacarócratas. De esta manera, los rebeldes incorporaron a su programa el sistema inglés de aprendizaje, y sólo a partir de 1871 se hicieron abolicionistas radicales.
España reaccionó con la Ley Moret de 1870, según la cual se establecía para Puerto Rico la abolición gradual de la esclavitud mediante la liberación de los mayores de 60 años, los menores de 14 y los nacidos desde el 17 de septiembre de 1868 -día en el que comenzó la última revolución española-. Ya en noviembre de 1869, Manuel Becerra, ministro de Ultramar, había anunciado en las Cortes que la abolición sería gradual para no lastimar a los propietarios, impedir que los esclavos no se quedaran sin trabajo, y evitar motines de estos al saber que iban a ser libres completamente en poco tiempo Los liberales españoles estaban decididos entonces a mostrar a los insurrectos cubanos que la vía pacífica y legal era la única o más rápida para conseguir objetivos políticos. Los independentistas cubanos no querían una política española reformista en la Isla, pues debilitaba la imagen de una España tirana y atrasada políticamente, que utilizaban como arma propagandística.
En cambio, en Puerto Rico, donde se sofocó rápidamente el movimiento independentista que estalló el 23 de septiembre de 1868 en Lares, se pusieron en marcha las reformas políticas, económicas y administrativas que había prometido la revolución española. La coalición de progresistas, demócratas y unionistas decidió entonces que la situación de Cuba no cambiaría hasta que los diputados cubanos se incorporaran a las instituciones, es decir, hasta que se pacificara la Isla. La cuestión de Cuba y, por ende, la de la esclavitud, no fue un motivo de debate político entre los liberales españoles hasta que los radicales de Ruiz Zorrilla -el partido liberal del régimen- decidieron romper el acuerdo al que habían llegado los revolucionarios: pacificación, elecciones, diputados cubanos en las Cortes y planteamiento de reformas. Hasta entonces, la Ley Moret de emancipación gradual de los esclavos había sido fruto de la conciliación de intereses económicos y fracciones políticas, pues ante una rebelión interna -como se pensaba era la cubana- en la que intervenían dos potencias extranjeras, los Estados Unidos y la Gran Bretaña, era necesaria la unidad de los españoles. No obstante, hecha la ley, faltó la aprobación de su reglamento para la ejecución, lo que no tuvo lugar hasta el mes de agosto de 1872.
Bibliografía
1 Emeterio S. Santovenia, Prim. El caudillo
estadista, Madrid, Espasa-Calpe, 1933, págs. 173-175.
2 Diario de sesiones de Cortes, Congreso de
los Diputados, legislatura de 1872, núm. 1, 22 de enero de 1872, pág. 30.
3 Manuel Moreno Fraginals, Cuba/España,
España/Cuba. Historia común, Barcelona, Crítica, 1995, págs. 221-234.
4
Diario de sesiones de las Cortes Constituyentes, legislatura 1869 a
1871, núm. 158, 13 de noviembre de 1869, págs. 4224-4227.
5 Sobre el tratamiento de los liberales
españoles a los antillanos en este sentido y su continuidad en el siglo XIX,
véase José Luis Prieto Benavent, “El liberalismo cubano en el siglo XIX”,
Revista Hispano Cubana, núm. 1, mayo-julio 1998, págs. 94-111.
6 Este era el argumento, por ejemplo, de
Rafael María de Labra en su obra La pérdida de las Américas, Madrid, Imp.
Francisco Roig, 1869.
7 Así se lo contaba el embajador británico en
Madrid, Layard, a su ministro en un despacho. Public Record Office, Foreign
Office 72, vol. 1336, 27 de enero de 1873.
8 Diario de sesiones de Cortes, Congreso de
los Diputados, legislatura de 1872, núm. 84, 24 de diciembre de 1872, apéndice.
9 La Correspondencia de España, núms. 5062,
5078 y 5094, los días 6 y 22 de octubre y 7 de noviembre de 1871.
10 Inés Roldán de Montaud, La Unión
Constitucional y la política colonial de España en Cuba (1868-1898), Madrid,
U.C.M., 1991, pág. 91.
11 Publicaron en la prensa una “Exposición que
al Gobierno de S.M. dirige el Centro hispano ultramarino de Madrid”. El Diario
Español, núm. 6243, 1 de diciembre de 1872.
12 Diario de sesiones de Cortes, Congreso de
los diputados, legislatura de 1872, núm. 62, 26 de noviembre de 1872, apéndice
16.
13 Diario de sesiones de la Asamblea Nacional,
legislatura de 1873, núm. 30, 21 de marzo de
1873; fue luego publicado como folleto,
titulándolo La redención del esclavo.
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