LA HABANA, 15 de febrero de 1898
A la cocinera Dominga, aunque, por supuesto, no se atrevía a decirlo, no le gustaba que su amo trajese invitados a comer sin avisarle, y mucho menos que sentara a la mesa a un mulato pobre y no muy bien vestido, pero no era la primera vez que Armando Forrestal visitaba la casa, aunque nunca, comoahora, había venido acompañado por su hija, una niña preciosa y achinada que respondía al nombre de Marcela.
Después del almuerzo, Paola, Víctor y Forrestal se quedaron conversando un buen rato en la biblioteca. Algo grave ocurría, pero los criados no alcanzaron a averiguarlo, quizá por las gruesas puertas de caoba, o tal vez porque en las partes clave de la conversación los amos bajaban notablemente el tono de voz.
Lo único que se alcanzó a saber en la cocina fue que en el vestíbulo de la casa el señor y la señora se dieron un fuerte abrazo como de despedida, mientras Forrestal alzaba y besaba intensamente a la pequeña Marcela. Luego los dos hombres se fueron a toda prisa en el coche.
A las siete ya había oscurecido bastante, pero Forrestal opinó que debían aguardar un poco más. A las siete y cuarenta y cinco, los dos estuvieron de acuerdo en que era el momento de ponerse en marcha. Fuera de la casa esperaba una carreta de heno tirada por una mula. Bajo el pienso, bienescondido, iba el tonel pintado de negro y lleno de explosivos, junto con dosrevólveres y un rifle “Máuser” como los que usaba el Ejército.
La víspera, Forrestal había comprado un pequeño bote de remos, llamado Yarita, que en sus tiempos había servido como salvavidas en el Cipalón, un hermoso yate perteneciente a una poderosa familia azucarera. La embarcación apenas tenía catorce pies, era muy manejable y su color azul oscuro lo hacía prácticamente invisible en las noches oscuras. El Yarita aguardaba fondeado junto a un apartado muelle de madera, en el extremo de Regla.
El trayecto en la carreta no duró más de veinte minutos. Llegados al punto de embarque, Forrestal bajó al bote, mientras Víctor, desde arriba, le fue pasando el tonel de madera, las anclas y las armas. La parte trasera se hundió casi hasta la horquilla con el peso de los dos hombres y del material, pero se trataba de una barca bien construida. Víctor saltó a la proa y soltó amarras.
Forrestal comenzó a remar. Los dos hombres iban vestidos de negro. Víctor, incluso, se había embadurnado la cara antes de subir a la embarcación.
A la cocinera Dominga, aunque, por supuesto, no se atrevía a decirlo, no le gustaba que su amo trajese invitados a comer sin avisarle, y mucho menos que sentara a la mesa a un mulato pobre y no muy bien vestido, pero no era la primera vez que Armando Forrestal visitaba la casa, aunque nunca, comoahora, había venido acompañado por su hija, una niña preciosa y achinada que respondía al nombre de Marcela.
Después del almuerzo, Paola, Víctor y Forrestal se quedaron conversando un buen rato en la biblioteca. Algo grave ocurría, pero los criados no alcanzaron a averiguarlo, quizá por las gruesas puertas de caoba, o tal vez porque en las partes clave de la conversación los amos bajaban notablemente el tono de voz.
Lo único que se alcanzó a saber en la cocina fue que en el vestíbulo de la casa el señor y la señora se dieron un fuerte abrazo como de despedida, mientras Forrestal alzaba y besaba intensamente a la pequeña Marcela. Luego los dos hombres se fueron a toda prisa en el coche.
A las siete ya había oscurecido bastante, pero Forrestal opinó que debían aguardar un poco más. A las siete y cuarenta y cinco, los dos estuvieron de acuerdo en que era el momento de ponerse en marcha. Fuera de la casa esperaba una carreta de heno tirada por una mula. Bajo el pienso, bienescondido, iba el tonel pintado de negro y lleno de explosivos, junto con dosrevólveres y un rifle “Máuser” como los que usaba el Ejército.
La víspera, Forrestal había comprado un pequeño bote de remos, llamado Yarita, que en sus tiempos había servido como salvavidas en el Cipalón, un hermoso yate perteneciente a una poderosa familia azucarera. La embarcación apenas tenía catorce pies, era muy manejable y su color azul oscuro lo hacía prácticamente invisible en las noches oscuras. El Yarita aguardaba fondeado junto a un apartado muelle de madera, en el extremo de Regla.
El trayecto en la carreta no duró más de veinte minutos. Llegados al punto de embarque, Forrestal bajó al bote, mientras Víctor, desde arriba, le fue pasando el tonel de madera, las anclas y las armas. La parte trasera se hundió casi hasta la horquilla con el peso de los dos hombres y del material, pero se trataba de una barca bien construida. Víctor saltó a la proa y soltó amarras.
Forrestal comenzó a remar. Los dos hombres iban vestidos de negro. Víctor, incluso, se había embadurnado la cara antes de subir a la embarcación.
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