Publicado por Ferrán Núñez el 26 Febrero 2014 en Sociopolítica |
La
reciente modificación del Código del registro civil permitirá el acceso
a más de tres millones de sefardíes a la nacionalidad Española
Según el actual Ministro de Justicia Alberto Ruiz Gallardón, en conferencia de prensa, esta medida “culmina la reparación «de lo que sin duda había sido uno de los errores históricos más importantes” añadiendo acto seguido con gesto contrito ante las cámaras de los medios nacionales “este
texto legal confirma a la sociedad española como una realidad plural y
pone fin a hechos históricos de los que no debemos sentirnos orgullosos”.
Pedir disculpas por sucesos lejanos, haciendo responsables de actos pasados a las generaciones presentes por hechos que no cometieron y que, en las circunstancias actuales ni siquiera les pasaría por la cabeza perpetrar, me parece una estupidez supina.
En primer lugar, porque mantiene la ficción de que las sociedades son entes homogéneos, dotados de razón propia, capaces de cometer hechos reprehensibles que deben ser castigados de manera colectiva. La economía política impulsada por Ludwig von Mises, mostró hace más de 100 años que no existe nada parecido, y que lo único que puede ser observado son las acciones individuales de los seres humanos.
En segundo lugar, porque el psicologismo barato, que exige la reparación y la contrición de los pecados, además de ser un avatar moderno de ideologías responsables de muchos y gravísimos males en nuestro tiempo; obliga a personas emotivas a sentirse solidarias y hasta muchas veces culpables, de hechos que en nada les conciernen, puesto que obedecieron -o fueron- consecuencia directa de arbitrajes aplicados por gobernantes que ejercían un poder absoluto, como era el caso de los reyes o príncipes de la antigüedad o los dictadores de época actual.
¿Significa esto que no deba repararse lo que se ha hecho mal?
Por supuesto que no, pero para hacerlo no es necesario es echarle la culpa a los que nada tuvieron que ver con esos asuntos y sobre todo, evitar los términos vagos utilizados por el ministro, que lejos de aclarar, añaden confusiones adicionales y propician que otros colectivos, injustamente lesionados por políticas similares se sientan excluidos y doblemente incomprendidos.
Es el caso de los moriscos, de nuestros parientes -muy cercanos aún- originarios de las antiguas Provincias Españolas de Ultramar y de los españoles de los territorios colonizados en el Sahara Occidental. Sin olvidar a los hijos mayores de los nietos o los descendientes de las mujeres emigradas que, según las leyes sexistas de siglos anteriores no calificaban para transmitir la sangre española. ¿Acaso esas poblaciones no merecen que se reconozcan igualmente sus derechos a la nacionalidad?
Escudarse tras errores históricos para seguir haciendo barrabasadas sin nombre no es la solución. Lo piden numerosos juristas y representantes de asociaciones prestigiosas como Angél Capellán, consejero general por los Estados Unidos. España necesita dotarse de una Ley General de la Nacionalidad que haga justicia a todos por igual y no sólo a unos cuantos, por muy buenas razones que existan para hacerlo.
Alberto Ruiz Gallardón |
Pedir disculpas por sucesos lejanos, haciendo responsables de actos pasados a las generaciones presentes por hechos que no cometieron y que, en las circunstancias actuales ni siquiera les pasaría por la cabeza perpetrar, me parece una estupidez supina.
En primer lugar, porque mantiene la ficción de que las sociedades son entes homogéneos, dotados de razón propia, capaces de cometer hechos reprehensibles que deben ser castigados de manera colectiva. La economía política impulsada por Ludwig von Mises, mostró hace más de 100 años que no existe nada parecido, y que lo único que puede ser observado son las acciones individuales de los seres humanos.
En segundo lugar, porque el psicologismo barato, que exige la reparación y la contrición de los pecados, además de ser un avatar moderno de ideologías responsables de muchos y gravísimos males en nuestro tiempo; obliga a personas emotivas a sentirse solidarias y hasta muchas veces culpables, de hechos que en nada les conciernen, puesto que obedecieron -o fueron- consecuencia directa de arbitrajes aplicados por gobernantes que ejercían un poder absoluto, como era el caso de los reyes o príncipes de la antigüedad o los dictadores de época actual.
¿Significa esto que no deba repararse lo que se ha hecho mal?
Por supuesto que no, pero para hacerlo no es necesario es echarle la culpa a los que nada tuvieron que ver con esos asuntos y sobre todo, evitar los términos vagos utilizados por el ministro, que lejos de aclarar, añaden confusiones adicionales y propician que otros colectivos, injustamente lesionados por políticas similares se sientan excluidos y doblemente incomprendidos.
Es el caso de los moriscos, de nuestros parientes -muy cercanos aún- originarios de las antiguas Provincias Españolas de Ultramar y de los españoles de los territorios colonizados en el Sahara Occidental. Sin olvidar a los hijos mayores de los nietos o los descendientes de las mujeres emigradas que, según las leyes sexistas de siglos anteriores no calificaban para transmitir la sangre española. ¿Acaso esas poblaciones no merecen que se reconozcan igualmente sus derechos a la nacionalidad?
Escudarse tras errores históricos para seguir haciendo barrabasadas sin nombre no es la solución. Lo piden numerosos juristas y representantes de asociaciones prestigiosas como Angél Capellán, consejero general por los Estados Unidos. España necesita dotarse de una Ley General de la Nacionalidad que haga justicia a todos por igual y no sólo a unos cuantos, por muy buenas razones que existan para hacerlo.
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