OSCAR PEÑA: Con penoso silencio
OSCAR PEÑA
Todos los seres humanos tenemos dosis de egolatría, soberbia y vanidad. Es algo innato, pero –entre cubanos– Fidel Castro es el campeón. Ha gozado hasta con “jugar a morirse” para después disfrutar viendo y leyendo que se escribió y expresó de él. Literalmente es un crónico profesional de ego. También es desproporcionada, tétrica y morbosa la exagerada expectación, fijación y espera de sus contrarios por la natural muerte del octogenario jefe de Cuba. Ello muestra nuestros desarreglos sociales y políticos como ciudadanos. Nos inclinamos a atender y exaltar caudillos –hasta en la hora de su muerte– y no leyes e instituciones.
El día que se anuncie oficialmente la muerte del único dictador de pura raza que ha tenido Cuba veremos en la TV nacional a mujeres llorando y a hombres desconsolados. Posiblemente igual que se hace con algunas personas abusadas, el pueblo cubano necesite tratamiento psiquiátrico para superar la actitud mental de dependencia a reyes. Y entre los exiliados después de varias fiestas truncadas, veremos a centenares descorchando botellas y recorriendo las calles con gritos de júbilo.
Mi opinión es que ante el viaje final de Fidel Castro todos los cubanos –los que estamos dentro y fuera del país– debíamos asumirla con penoso silencio porque esa persona fue el más notorio violador de la nación cubana y de la vida de todos sus ciudadanos con el acople directo e indirecto de todos. Muy caro cobró por sus dos atenuantes de implantar un sistema gratuito de salud y de llevar los policlínicos y escuelas al campo y montañas del país. Fuera de eso, ¿por qué lloraran los llamados revolucionarios si a ellos manipuló medio siglo como muñecos de trapos y les deja una Cuba inferior a la que quisieron cambiar y sus hogares con los hijos fuera de Cuba o haciendo su bulto para despegar? ¿Qué celebran los “contrarrevolucionarios” si él ganó, impuso marcas, y se irá estando más de medio siglo en el poder? El legado de Fidel Castro es negativo, pero otra cuestión sería calificar el alcance de sus propósitos y logros personales. Si ellos eran quedar marcado en la historia lo logró, aunque no de manera ejemplar.
Otra irreflexión es observar a los “repartidores de fe” diciendo que cuando entierren a Fidel Castro en el cementerio Santa Ifigenia o en la antigua comandancia de La Plata en la Sierra Maestra o esparzan sus cenizas en esa zona montañosa todo está resuelto para Cuba al otro día. No es así. El problema de Cuba no es solo él, también somos todos los cubanos que tenemos que saber enterrar con él nuestras ligerezas políticas de ayer y de hoy.
Lo más prudente y conveniente para Cuba sería que después del panegírico a Fidel Castro –si antes fuera mejor– el sucesor, los familiares y compañeros del ex dictador alcancen tener la decencia, dignidad, honorabilidad y crédito de desprender ellos mismos las viejas amarras estalinistas implantados en Cuba por él y se conviertan en los exterminadores de todas las “trabas cubanas” que ha tenido nuestro país. Recibirán gratitud por ello y sería la única forma en que pasarán a las páginas de la historia de Cuba. De lo contrario estarán solo mencionados en un párrafo en la del dictador cubano.
Terminando de escribir este artículo he pensado que también pudiera ser válido para el pueblo venezolano por el parecido que han tenido al episodio cubano de adorar y subordinarse a hombres y no instituciones. La posible y prematura muerte de Hugo Chávez está desconcertando a una considerable parte de Venezuela y siempre es lamentable la muerte de una persona antes de tiempo, pero nuestros pueblos debemos fijar bien la lección: no éramos países perfectos antes de la llegada de estas dos personalidades pero teníamos “el vaso medio lleno” y con posibilidades de llenar más, pero con nuestras fogosidades y precipitaciones de pueblo abrimos el camino a estos campeones de carreras de narcisismo.
El momento de sus muertes no deberían ser de llantos fidelistas o chavistas, ni de alegrías antifidelistas o antichavistas, solo de penoso silencio y meditación en ambos bandos de los dos pueblos preguntándonos cómo pudieron hombres ambiciosos convertir repúblicas en sus fincas privadas y ciudadanos en sus cautivos.
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